Tuesday, July 24, 2007

Un petirrojo

Para Venecia

Sólo recuerdo que me abrazaba fuertemente de mi madre. Ella lloraba tanto que no podía mantenerse en pie, y alguien, alguno cuyo rostro me parece más impreciso cada vez, le había acercado una silla.

―¿Está segura?―, preguntó la mujer. Y mi madre controló sus espasmos un segundo solamente y dijo sí y se cubrió el rostro con las manos para que los otros no la vieran y reanudó su llanto con más fuerza.

Yo me abrazaba fuertemente de mi madre, recuerdo, cuando aquella mujer me jaló fuertemente desde el brazo, separándonos, y empezó a arrastrarme con ella por un largo pasillo. Recuerdo la luz también, o acaso la sensación de la luz en el rostro, el hormigueo que me producía sobre los párpados un chorro débil que se colaba apenas por las altas ventanas rectangulares. Hace ya tantísimo tiempo.

Y sin embargo, puede ser que esto que digo sea tan solo un engaño de la memoria. Quizá esto que recuerdo, o creo recordar, no sea más que un sueño distante contaminado ya con las imprecisiones que han construido mi vida, o con otros sueños tal vez. Yo era muy pequeño. Así que asegurar algo, cualquier cosa sobre el pasado en este momento, sería tanto como escuchar un breve silbido en la copa de un árbol amazónico y luego identificar, con seguridad absoluta, que ave lo produjo. Hay miles, ¿sabe? Aunque bueno, mentiría si no le dijese que en ese respecto ya estoy un poco versado.

Nunca me ha gustado recordar los eventos en su dimensión justa. Me es preciso reelaborar las escenas de mi vida, una y otra vez; añadir un poco de luz y sombra sobre las circunstancias que han trazado este accidente que soy; unas cuantas pinceladas de color, por decirlo utilizando el argot. Debo decir que siempre he tratado de atenuar, un poco al menos, mi propia vulgaridad, de la que incluso ahora estoy plenamente consciente. Por ello no me extrañaría en absoluto que alguien llegara aquí y desmintiera mis palabras con absoluta autoridad. Alguien podría decirle, por ejemplo, que mi madre no lloraba esa tarde, que se mantuvo ecuánime y completa cuando aquella mujer desconocida me tomó del brazo y me llevó con ella sorteando los obstáculos del pasillo. Alguien podría decir que ya había anochecido y que un tedio absoluto nos empujaba a todos a esperar en silencio que ocurriera cualquier cosa. Alguien podría, finalmente, obligarme al silencio y contar la historia verdadera, si es que aún, a estas alturas, la verdad fuese algo que se pudiera pretender. Nadie hay aquí salvo yo mismo, y sobra advertirle que casi cualquier cosa que pudiese relatar no debe tomarla a pie juntillas. Las certezas resultan casi siempre inaccesibles, aunque uno oponga resistencia. Ahora que lo pienso, no sé dónde escuché que simplemente no se puede no estar equivocado. En fin. Supongamos mejor que esto es parte de un sueño compartido, o una franca exageración, o algo, un rumor tan solo que cualquiera, usted por ejemplo, escucha brevemente, en cualquier sitio, y luego olvida del todo.

El caso es que mi madre dijo sí. Y una enfermera me tomó del brazo y me llevó casi a rastras a la habitación donde agonizaba mi padre. No puedo asegurarlo ahora, pero creo recordar que todos enloquecieron en casa esa tarde. Mi madre, que empezaba a penas a servir la mesa, derramó su sopa sobre la estufa. Dio un grito. La abuela invocó al sagrado corazón atropelladamente. Y Martina, mi hermana mayor, empezó a llorar antes de tiempo. Luego subimos al coche y fuimos al hospital a donde habían llevado a mi padre.

La sala de urgencias se encontraba repleta. Mi padre viajaba en un autobús que lo traía de regreso. Estaba en Chihuahua, de negocios. Y como esa misma mañana había telefoneado para decir que en unas horas estaría con nosotros, mi madre preparó una sopa de lentejas, que yo aborrecía, y puso dentro del horno un par de gallinas gordas untadas con achiote.

Una de las mujeres en la sala, que esperaba también como nosotros alguna noticia, nos puso al tanto de todo. Antes de entrar a la ciudad, en uno de los entronques que conectaban con la paraestatal, un trailer le había cerrado el paso al autobús y éste tuvo que virar con urgencia para evitar el impacto. De cualquier forma el accidente había sido desastroso. La gran caja de metal dio vueltas sobre su propio eje una y otra vez. Muertos y más muertos. Sólo unos cuantos heridos en esa nómina de la desgracia.

Esa ha sido siempre la información preliminar, solamente. Y digo eso porque pudieron haber ocurrido tantísimas cosas que nunca se supieron. Trato de imaginar, por ejemplo, lo que pensaba mi padre antes del choque. Trato de pensar en el sonido de las llantas derrapando y en los cristales quebrándose al impactar el asfalto. Imagino el noc noc de las pequeñas piedras estrellándose contra las láminas del autobús del norte, los rostros, los pequeños aullidos de la agonía bajo los hierros retorcidos. Luego los coches detenidos en la distancia. Las mujeres llevándose las manos al rostro. Alguien, algunos, aterrados, invocando los distintos nombres del espanto. No debería imaginar estas cosas, es cierto, pero no puedo evitarlo.

Mucho tiempo después, durante las noches, una serie de escenas recurrentes me asaltaban en sueños. Era la imagen de mi padre sobre su asiento, durante el choque, abrazando su maletín de cuero, tratando de mantener la cordura, como siempre hacía, mientras todo el arsenal de recuerdos pasaba frente así, como dicen que ocurre en el último momento. Y yo podía ver sus recuerdos, absolutamente todos. Veía también su legajo de papeles proyectados como palomas manchadas fuera del maletín, fuera del autobús, desperdigándose sobre la cinta asfáltica, tomando vuelo, tímidamente, ascendiendo hasta perderse allá, muy arriba. Ahora me parecen imaginaciones que no vienen al caso, que no importan.

Tres días, una semana, un mes, no lo sé. Me es imposible precisarle cuanto tiempo estuvo agonizando y cuanto nosotros ahí, junto a él, esperando uno de los dos desenlaces probables. Piense que la memoria es algo sumamente flexible y errático. Y aunque el dolor no debía ser poco, yo me recuerdo jugando con mis pequeños coches sobre la duela del hospital. Corriendo entre las salas, escondiéndome de Martina, mi hermana mayor, o acaso buscándola. Las generalidades de esta historia cada vez me resultan más inconsistentes. Y aunque es cierto que ahora mismo podría telefonear a mi hermana y preguntar algunos datos precisos, ello no es necesario. Es probable que tampoco recuerde los eventos con exactitud. En cuanto a mi madre, pues hace mucho tiempo que no puede responder nada acerca de nada.

Además, viéndolo ahora en su justa dimensión, no es que la muerte de mi padre sea tan fundamental en realidad. Todo mundo tiene un padre y una madre, una familia, que luego empieza a perder, lenta o rápidamente, en las circunstancias más diversas. Digamos que esa es la trama general, simple, sobre la que se cimienta el menudo tejido de mi vida y la de usted. Acaso la única diferencia entre nosotros sea que yo me encuentro transcribiendo, con evidentes deformaciones, la parte que me toca. A decir verdad, la muerte de mi padre, tan concreta y dura, que debió haberlo sido en su momento, tan irrebatible, no es el centro de este relato.

El caso es que mi padre, en uno de los pocos momentos de lucidez que gozó luego del accidente, pidió vernos a todos antes de sumirse en un sopor de muerte del que ya no regresaría. El tío Manuel, hermano de mi padre, vino desde Jalapa. Y luego la tía Rosa, y el tío Roberto, y finalmente Mariana, la hermana más pequeña, que viajó desde el D. F.

Uno a uno fueron conducidos hasta la habitación donde el viejo agonizaba. Primero mi madre, luego sus hermanos, luego Martina. Por alguna extraña causa, o quizá por un descuido me dejaron al final. Y fue hasta ese último momento, precisamente, que me llené de miedo. Yo entendía alguna cosa del dolor, es cierto, aunque fuese de manera precaria, y esa era la razón precisamente de que no me resultara incomprensible el ver a mi familia completamente deshecha, sus ojos enrojecidos, el llanto, los abrazos constantes. Estará de acuerdo conmigo, sin embargo, en que ver y saber son dos actos completamente distintos. Espero que no objete si le digo que media entre ellos una pequeña y terrible diferencia. Sucede que a veces el color, la limpieza del trazo, su estructura primordial, impresionan más que las palabras, que los conceptos.

De cualquier modo, cuando llegó mi turno, la enfermera preguntó si alguien de los mayores me acompañaría hasta terapia intensiva. Pero todos se quedaron callados. Yo traté, entonces, de resistirme. Recuerdo que empecé a llorar y a gritar con todas mis fuerzas que no quería ver al viejo. Me tiré al suelo y me agarré de una silla pero ellos me obligaron a levantarme. Y fue entonces cuando me abracé de mi madre. ¿Ve cómo nada puede hacerse contra la fuerza de las visiones definitivas? A toda costa tenemos que presenciarlas, vivirlas de algún modo, tarde o temprano. Están ahí para nosotros, aguardándonos, pacientemente.

Ocurrió que la enfermera me llevó junto a él y espero en silencio a unos pasos de mí. Me dijo que le hablara, me dijo que le dijera cuánto le quería, me dijo que repitiera su nombre y que le tomara la mano. Me dijo que aunque papá no hablaba estaba segura de que podía escucharme. Pero me quedé sumido en un silencio estupefacto, paralizado del horror, viendo los tubos transparentes que le salían de la boca y la nariz. Las costras sobre el rostro. Los vendajes sangrados. Era como estar suspendido, sobre la copa de un árbol altísimo saturado de cigarras, y tener vértigo, y un miedo terrible, y sentirse completamente indefenso ante ese ruido desquiciado, y creer que se está a punto de caer.

Como no podía hablarle, ni despegar las piernas, con la mano izquierda, en la que sujetaba un cochecito amarillo, empecé a trazar imaginarias rutas sobre los pliegues de la sábana mientras imitaba el run run de su pequeño motor. Avanzaba un poco hacia la cabecera, retrocedía, luego estacionaba mi juguete muy cerca de su mano sin atreverme a tocarla.

Entonces la enfermera se acercó junto a mí, apoyó su mano en mi cabeza, me acarició los cabellos, se inclinó hasta mi oreja y, nuevamente, con una voz muy dulce, me pidió que le hablara. Y yo iba a decir algo en ese momento, lo juro de verdad, porque nada puede hacerse, tampoco, contra las palabras urgentes; basta abrir la boca y entonces todas se suceden atropelladamente, una tras otras, sin gobierno casi. Yo iba a decir algo en ese momento porque, después de todo, uno se acostumbra a la violencia atemperada del rojo. Iba a decir cualquier cosa. Sobre la escuela quizá, o sobre los sueños futuros, o sobre la sopa de lentejas que mi madre había arruinado, sobre las gallinas gordas. No lo sé. Aun ahora, ocasionalmente, me sorprendo pensando en esa especie de colofón que por suerte me había tocado pronunciar en la vida de mi padre, como si con ello imprimiese, de algún modo, una página final y definitiva.

Pero en ese momento, escuche usted bien, en ese momento en el que casi las palabras se asomaban hasta la superficie, y aun que ahora me resulte del todo improbable, o imposible, un petirrojo entró por la ventana abierta de la habitación donde mi padre agonizaba y se posó sobre el pedestal del que colgaban sus sueros y antibióticos, a un lado de la cama, y cantó.

¡Sí! ¡Un petirrojo entro por la ventana y se posó sobre el pedestal y cantó! Esa es la verdad. Y aunque supongo que todo ello fue producto del azar, y aunque desconfío sobremanera de mis recuerdos, y aunque quizá no signifique nada un hecho inédito como ese, absolutamente nada, sigue siendo “mi visión”, mía, sólo mía, ¿entiende? Esa de la que no he podido despojarme a través de tantísimos años, o será que acaso no he querido.

Ahora bien, no voy a decirle ahora que en ese preciso momento mi padre murió. Me resultaría del todo ridículo aderezar aún más una historia tan simple y vulgar como ésta cuando ya he reconocido frente a usted, abiertamente, que padezco de una afectación casi teatral por enrarecer los acontecimientos. Y sin embargo, éstas, aunque no lo creamos, son cosas que pasan de entre muchas posibles. Imagine tan sólo que usted gira la moneda en el extraño mecanismo, déle una vuelta, otra, ponga su mano ahora bajo la pequeña abertura, deje que sea yo quien levante la laminilla metálica, tome sus dulces. Cuántas cosas pueden conjuntarse en un solo momento, ¿no es verdad? Un camión de volteo, por ejemplo, un autobús, una mujer mirando desde la azotea mientras tiende la ropa, la tragedia, los papeles volando. Todo puede ocurrir unísonamente cuando se tiene ocho años: la muerte de un padre, una ventana abierta, un pájaro improbable. Los cuadros perfectos, aunque parezcan horribles, son aquellos en los que ningún elemento desentona en la composición.

Lo cierto es que la agonía se prolongó un par de semanas todavía. Entonces las cosas, poco a poco, regresaron a su cauce. Martina y yo volvimos a la escuela y por las tardes hacíamos la visita de rigor al hospital. Teníamos que seguir pues, de alguna manera, como si nada pasara. La vida es así supongo, un constante disimular el dolor y la alegría. El día que el viejo murió, tío Manuel fue a recogernos a la escuela. En el camino a casa, rodeado de grandes eucaliptos, casi llegando al ingenio azucarero, nos dijo algo sobre la posibilidad de conocer Jalapa, y del puerto, y de un poblado cercano con casas de colores. Nos dijo algo sobre dios, sobre apoyar a mi madre, sobre seguir viviendo, esas cosas.

La historia que se sigue es completamente ordinaria. Haga de cuenta que usted descorre los nudos de una cuerda y luego la tensa y la tensa hasta no poder ver los extremos. Todo ha sido, en cierta forma, como una línea recta sin demasiados sobresaltos. Una línea perfecta, digamos, aunque sea demasiado. Crecimos, hicimos vida, hemos sido más o menos felices o infelices.

No se si ahora me entienda. No sé si estas palabras justifiquen finalmente frente a usted esta rara propensión por las aves. Y sí, ya le dije que puede ser cierto lo que dicen los curadores idiotas. Soy un artista mediocre. Pero puede ser falso también, aunque ello no importe. Puede ser que, como se ha defendido, he agotado los motivos de mis lienzos y ya no queda más. No sé. No seré yo quien absuelva mi trabajo frente a la horda de críticos fariseos. No me interesa. A decir verdad, lo único que puedo decir a favor de mis pinturas, no a favor mío, es que no puedo evitarlas. Digamos que de algún oscuro modo, o luminoso si usted quiere, ellas me gobiernan. Como le he dicho, sucede que existen las visiones definitivas, por más absurdas que parezcan. Sigo pensando, y en esto no temo equivocarme, que la memoria es como un trino inédito que se escucha intermitentemente una y otra vez, y se apaga, y luego vuelve de nuevo. Por otra parte, qué de malo puede haber en que uno pinte pajaritos. ¿Usted qué piensa, se va a llevar el cuadro?

Monday, July 9, 2007

La Justa Dimension

“La mía es más bien una familia triste. Y me gusta. Una familia que, por alguna causa que no alcanzo a comprender completamente, se inclina un poco hacia la fatalidad, hacia la muerte. Digamos que desde que tengo uso de razón, nos seduce un poco hacerle el guiño a la desgracia. Es algo así como el reposado ánimo de esperar que las cosas vayan jodiéndose de a poco sin ningún sobresalto. Es casi como esperar sin oponer resistencia, en silencio, serenamente, con cierta tranquilidad de espíritu, que lo terrible ocurra, o que no ocurra. Se trata de estar prevenido sin apasionamientos, ya sabes. La mía no es como esas familias felices, que las hay, claro que sí (yo conozco algunas), en las que los triunfos, los logros, esos vuelcos impredecibles e ilusorios de la suerte se celebran como fortuitas inauguraciones de mejores períodos, de buenas rachas. No señor. Porque pensamos que todo puede dar un giro imprevisto, y entonces sí, a llorar como huérfanos. Y como por otra parte nunca le hemos rendido culto al futuro, cada bienaventuranza, cada sorpresa, cada dádiva, es más bien recibida con duro y socarrón escepticismo. Sí, eso justamente, un duro escepticismo que después se reblandece, por decir, y que, aunque no deja lugar alguno para la celebración, termina disolviéndose y uno se acostumbra a esa placidez de las cosas, a esa contundencia de los eventos, así sean buenos o malos. Siempre he creído que es mejor no esperar nada de la vida ¿ves?, porque así puede uno mantener la cordura, y eso es lo verdaderamente importante, ¿no?, mantener la cordura. Supongo que esto es algo como muy Zen, aunque la verdad apenas si conozco sobre doctrinas orientales.”

Todo esto le dije, y acaso algunas otras cosas similares que ya no puedo recordar.

Era un 17 de marzo de 1995 y a Jaime lo acababa de dejar su mujer. Bueno, en realidad hacía mucho tiempo que lo estaba dejando, de a poquito, como si su presencia hubiese empezado a desvanecerse lentamente a través de los días. Como si hubiese, desde el día en que las cosas se jodieron (porque siempre hay un día, aunque uno ni se de por enterado), empezado a perder sustancia, a hacerse lívida, transparente. Así que esa tarde que Jaime me llamó a la oficina, borrachísimo, para decirme que Carmen se había ido finalmente de la casa, fue como sentir un deja vú. Luego nos quedamos en silencio, que es lo mejor que uno puede hacer en tales casos, y enseguida me pidió que lo acompañara a beber. Estaba llorando.

Y como a mí me gusta beber (tengo que reconocerlo), y ese día estaba completamente harto de mi trabajo, y soy además, lo que se dice, un buen amigo, pues dejé mis pendientes a medias y me dirigí hacia su casa.

Jaime tenía la cara de un muerto. Es decir, de un muerto más o menos decente, no vayan a creer. Ojeroso sí, y los parpados hinchados de llorar, y la nariz enrojecida y todo eso, pero todavía con el traje puesto y la corbata anudada. Y ya se sabe que el hábito no hace al monje, pero digo, no es lo mismo hacer el berrinchito en harapos que enfundado en un conjunto de Hermenegildo Zegna de casi 25 mil pesos.

No nos dijimos nada cuando la puerta se abrió. Jaime se limpió las narices sin apenas mirarme, me dio la espalda inmediatamente, y uno atrás del otro empezamos a avanzar por la casona. Pasamos por el recibidor, la salita de estar, luego por un largo pasillo, un jardín interior con una fuente de ranas de cantera, y luego, tras subir unas angostas escalinatas, nos instalamos en la sala principal que daba al parque. ―Sírvete lo que quieras―, me dijo. Y yo me serví.

Luego encendimos un par de cigarrillos y tras unos minutos él empezó a contarme, mientras la barbilla le temblaba y el labio inferior se dibujaba como una u invertida, aquella historia gris y aburridísima de la que ya conocía hasta los más íntimos detalles. Pero de todos modos lo escuché con silenciosa reserva y aun fingí un poco de asombro y puede que hasta pesadumbre. La historia, de lo más simple, era más o menos así:

Jaime había conocido a Carmen en la universidad. Él acababa de ingresar a la escuela de contaduría pública y ella se encontraba en un curso propedéutico en la facultad de arquitectura y artes. Tenían un amigo en común, como le ocurre a todo mundo, que un día cualquiera, en una fiesta, los presentó. Esa fue la primera vez que Jaime probó la mariguana. Y fue Carmen precisamente, aunque suene a cliché, quien se la proporcionó. Así que pasaron esa noche en un coloquio más o menos cerrado y se gustaron y empezaron a salir algunos días después. Carmen era de ese tipo de mujeres vigorosas que se ríen abiertamente enseñando los dientes y que dan la extraña impresión de siempre encontrarse ocupadas, como si anduvieran en miles de cosas simultáneamente, aunque nunca demuestren el menor indicio de estrés o abatimiento. Jaime, por su parte, siempre me pareció de naturaleza flemática. Una naturaleza que, por otro lado, trataba de ocultar constantemente, intentando esto y aquello, como si se avergonzara ante los otros de su propia modorra. Cosa que a mí, en general, me parece de lo más ordinario.

De modo que Carmen se convirtió en una especie de imán particular. Algo como una fuente de inagotable vitalidad para Jaime. Después hasta daba un poco de gracia verlos juntos en los talleres libres de la universidad. Ella grande y luminosa abriéndose paso entre la gente de la facultad y él como un perrillo faldero que la seguía a todas partes meneando la cola. Él, que nunca había hecho absolutamente nada, hablando de pronto de la inefable experiencia de interpretar a Chéjov y ella asintiendo. Daba un poco de gracia, y luego de tristeza, y ya después no daba nada, ver como Jaime, a las primeras de cambio, abandonaba los cursos y luego se interesaba en otros tantos. Del teatro a la acuarela, luego a la viola, luego al violín, a la comida china, a la serigrafía. Ahora que lo pienso, era como si Jaime se propusiera de súbito el absurdo propósito de horadar un bloque de granito utilizando un alfiler. Y luego, cuando a pesar de todo llevaba ya la mitad del camino recorrido, cuando ya había dibujado sobre la piedra una línea de considerables dimensiones que todos aplaudíamos, a causa de su tesón, no de la piedra, se detenía en seco, confundido, y arrojaba lejos de sí, como si entonces careciera de sentido, el trabajo empezado. Y todo ese recomenzar, una y otra vez, aunque no se daba cuenta, le cansaba infinitamente. Y fue así también, sin darse cuenta, que Carmen resultó embarazada y tuvieron que casarse. Entonces sí que las cosas cambiaron verdaderamente. El padre de Jaime, que de alguna manera estaba relacionado con no sé que empresarios, le consiguió un empleo muy bien remunerado. Y Jaime empezó a trabajar por las mañanas y a estudiar por las tardes. Y tuvieron un hijo. Y le pusieron Martín. Y Jaime logró posicionarse poco a poco en los altos escaños del consorcio. Y se compró una casa (una casa muy linda hay que decir). Y trabajó mucho y amasó una fortuna que no ha dejado de crecer. Y luego la pareja flotó y flotó en un mar de agua calma, y a veces turbulenta. Y se acabó el amor, por esto y por aquello y aquello otro, o fue el amor de ella solamente, ya no sé. Y luego el barco, su diminuto barco, un día como todos, empezó a hundirse, lenta e irremisiblemente. Y eso es todo, creo.

En cuanto a mí, pues, yo era de los tipos que nunca hacían nada en realidad. Pero estaba conforme. De modo que cuando Jaime me reñía, y argumentaba no entender el porqué de mi total indolencia ante la vida, simplemente me cruzaba de brazos y decía, con absoluto dominio de mis propias emociones, que nada tenía sentido, que no había razón alguna, que ya veríamos. Y eso era cierto. Yo prefería no emocionarme. Pero estaba bien. Digo, uno podía elegir conmoverse hasta las lágrimas, una noche cualquiera, perdido en el anonimato de un teatro lleno, escuchando no sé, un concierto de Cecilia Bartoli por ejemplo. Y no había nada en ello, ciertamente, que pudiera censurarse. Pero tampoco lo había, y de ello estoy seguro, en decidir quedarse en casa y freír unas chuletas y ver el noticiero con una taza de café mientras los tickets del evento (que algún amigo como Jaime había comprado) se quedaban olvidados en alguno de los cajones de la mesita de noche.

A mi me gusta estar en casa y comer chuletas, esa es la verdad. Y supongo que a Jaime le gustaba también, aunque no lo dijera. Y digo que le gustaba porque en muchas ocasiones, en las que llegaba a casa poseído por mortal abatimiento, se quedaba conmigo unas horas y compartíamos la mesa. Luego bebíamos café y fumábamos frente al televisor hasta que las barras de colores anunciaban el fin de la programación.

Yo soy de esos tipos que piensan que nunca nada va a ocurrir. Es decir, nada bueno. Supongo que, aunque suene incomprensible, lo único bueno que nos pasa en la vida es que nos saquen del vientre. Lo demás es una cadena constante de equívocos y sufrimientos. Y eso lo creo de una forma tan acabada que muy difícilmente pierdo los estribos ante cualquier eventualidad. Pasa que ya las veo venir. Las tres o cuatro veces que me han despedido en el curso de los últimos diez años, por mencionar algún ejemplo, siempre estuve preparado para ello. No objeté nada, sólo tomé mis cosas, pasé por mi liquidación, y me marché. Me comporté del mismo modo cuando murió mi gemelo. Cuando descubrí que mi última pareja me engañaba. Cuando no pude entrar a la maestría. Cuando no califiqué para ser notario público. Cuando perdí los incisivos en el choque, en Colima, aunque después me los pusieron otra vez. Cuando me dijo el doctor que yo era, es decir que soy, pre diabético. No pasó nada, incluso, cuando por esa cosa suya de estar y no estar al mismo tiempo, creí que Jaime era homosexual y dije que me gustaba. Él sí se puso loco. Yo me tomé muy normal su negativa y al otro día estaba hablando con él en la universidad como si nada pasara. Pero no es que sea yo un insensible. Claro que no. A veces me río, sí. Y a veces también me da lástima la gente. Pero no toda.

El caso es que Carmen se había ido llevándose al niño. Y Jaime estaba destrozado. Y yo estaba bebiendo brandy con soda en un vasito de vidrio soplado de color azul. El caso es que Jaime, luego que terminé de referir la historia sobre la clarísima propensión de mi familia a la tragedia, se quedó callado un ratito, y luego, muy enojado, como si todo el asunto de esa borrachera se tratara de mí y no de él, me dijo que yo era el tipo más pusilánime, gris y cobarde que había conocido en toda su vida. Cuando dijo “toda su vida”, alargó las palabras de un modo que en ese momento me hizo gracia. Dijo después que yo estaba muerto en vida y cosas por el estilo, lugares comunes. Yo sólo seguía bebiendo pequeños sorbitos en silencio. Yo seguía mirando, alternativamente, desde el sofá, el interior de su sala, muy diferente de la mía y de mi pequeño sueldito, y las ventanas que daban al parque, y luego el parque o lo que alcanzaba a ver de los árboles del parque, y luego el vaso de vidrio soplado, y luego el techo, y luego a Jaime.

En uno de esos momentos, cuando parecía que Jaime iba a soltarse llorando nuevamente, me dijo, muy conmovido, que sí pasaba, que el asunto de la vida, el verdadero asunto, era que sí pasaban cosas, y que a veces sólo ocurrían una vez, y eso era lo triste, lo terrible. Y luego dijo que, sobre todo (y esto lo tengo muy presente), había que aprender a ver la vida en su justa dimensión, y que por eso lloraba, porque el la veía, completamente, y nada podía hacer ante ese conocimiento, salvo llorar desamparadamente. Y entonces ya no dijo nada y se puso a berrear como un niño recién destetado, echando fuera de sí flemas y mocos, temblando sobre la alfombra.

Entonces me levanté del sillón, despacito, y volví a girar la tapa de la botella, y me preparé otra cuba. Luego caminé hasta los amplios ventanales, corrí un poco la cortina, y mientras miraba los niños en el parque, y las sirvientas que paseaban a los perros, y un pichón solitario sobre el cableado eléctrico de la calle, me pregunté, aunque fue sólo un segundo porque estaba también ya muy borracho, qué cosa era aquello de la justa dimensión. Después volví a sentarme, y estuve así, oyendo a Jaime, y aquella historia de amor convencional, y gris, y pobre, como todas supongo, hasta que me quedé dormido.

Tuesday, June 19, 2007

El perro de oro

Lo primero que vimos fue el gran hocico del perro. Una protuberancia dorada,el grueso y simétrico cono repleta de finillos pelillos de oro macizo que se ondulaban pendularmente a medida que el animal se aproximaba hacia nosotros, rechinando. Dirigiendo aquí y allá sus dos ojillos cristalinos de una plata purísima, el perro de oro se abría paso entre la gente, olisqueando el aire. Nadie pareció sorprenderse en un principio por la aparición de la bestia metálica. Incluso a mí mismo me bastaron un par de segundos solamente para habituarme a su presencia repentina. “Bonito perro de oro” me dije de pronto, y enseguida me sorprendió la velocidad con que mis pensamientos se alejaron voluntariosos tras otros derroteros, fluctuando alternativamente entre los pendientes irresueltos de la víspera, la llamada que debía de realizar a casa esa misma noche y el calor sofocante del autobús en el que, a falta de asientos disponibles, viajaba de pie.

Iba hasta la ciudad de L a cobrar el dinero de la venta de mi hermana. Esa tarde, cuando abordé la unidad, ésta ya se encontraba repleta de viajantes: pequeños campesinos vietnamitas enfundados en sus sobretodos pardos y sus sombreros cónicos y costureras coreanas de manos delicadas y graciosas. El viaje, que el autobús hacía dos veces al mes a la ciudad de L, era largo, muy largo. El punto de partida se encontraba en Río rojo, la ciudad del manantial. En el transcurso, que debía durar aproximadamente una semana completa, la pequeña unidad atravesaría un centenar de pequeñas poblaciones ocultas en la selva espesa, muchas de las cuales ni siquiera poseían un nombre distintivo todavía y que ocasionalmente llegaban a disolverse con la misma rapidez con la que se habían formado. Nosotros vivíamos en F, que era una de las últimas y más estables poblaciones que el autobús visitaría en su soporífero recorrido hacía L.

La tarde que abordé la unidad mi padre me acompañó hasta la estación y permaneció en silencio junto a mí largo rato, recargado en la gruesa baranda despintada del andén, esperando que la máquina arrancara, iniciara su marcha, tomara una calle y luego otra, y otra más, y se perdiera por fin de su vista vidriosa mientras él agitaba la mano derecha (a la que por otra parte le faltaba el dedo medio desde que había ocurrido aquel terrible incidente) a la altura del pecho.

Yo iba a L a reclamar el dinero de la venta de la hija primogénita de mis padres. Y en eso y otras cosas entretenía mis pensamientos cuando el autobús realizó una de las últimas paradas antes de llegar a su destino. En un par de segundos la puerta del autobús se abrió trabajosamente con un sonido seco y molesto. Y fue cuando ocurrió, todo en un instante, como ocurren los milagros, o la muerte. Pero sucedió que el viaje tan largo, el hambre, el somnífero aroma de los olores que la vecindad de tantos cuerpos sudorosos había causado a través de los días, impidieron que los viajantes prestaran al extraño suceso algo que fuese más allá de una atención ordinaria y desinteresada. Por otra parte, el camión iba tan lleno que, incluso aunque lo hubiesen deseado, los ocupantes de los últimos asientos no habrían podido percatarse del arribo inédito del animal dorado. Sólo los que estábamos muy cerca de la puerta le vimos a cabalidad, completamente, como si éste fuese una joya gigante en movimiento, una enorme bola de oro con vida y aliento propios entrando en nuestro campo de visión con toda naturalidad.

Era un hermoso perro de oro macizo caminando sobre sus cuatro patas articuladas, no muy grande ni muy pequeño, despidiendo luminosos destellos aquí y allá a través de la densa filigrana de oro puro que le cubría completamente. Miles y miles de pelillos iridiscentes entrechocando unos con otros, produciendo una avalancha de agudas notas metálicas, como si fuesen pepitas de oro que alguno liberara poco a poco desde un saco repleto de ellas. Los ojos del animal eran dos perfectas canicas estriadas de plata, y estaban rematadas al centro cada una con algo que semejaba una delicada esferilla tallada en esmeralda. Los colmillos, que le asomaban alternativamente a través de las oscilaciones del pelambre, estaban forjados en lustroso acero inoxidable.

Pero el asunto, la continuación del asunto es decir, es que el perro no abordó solo la unidad en la que yo viajaba a L desde hacía un par de horas. Incluso aunque se tratara de un caso como éste, es decir de un perro de oro, es seguro que ningún conductor se detendría en medio de la nada sólo para recoger a un animal (un animal-artefacto en este caso), sobre todo en estos tiempos, en los que abundan las historias acerca de señuelos irresistibles que han sido dejados por ladrones desalmados a las orillas de la carretera, sólo con el fin de timar conductores incautos y ambiciosos. El caso es que, luego de dar un par de holgadas vueltas alrededor del cuello del animal, una larga correa de cuero se proyectaba hacia atrás, tensándose, dibujando una línea recta suspendida, una diagonal un poco floja cuyo último extremo desaparecía finalmente entre los dedos de una mano, dentro del puño de una mano para ser más precisos, que se cerraba firmemente sobre sí. Era una mano blanca, muy blanca. Y esta mano blanquísima, que sujetaba la correa, se conectaba a través de la muñeca con un brazo delgado y titubeante, cubierto aquí y allá de diminutas pecas. Este brazo pertenecía a una mujer. Es decir, el brazo estaba pegado completamente al menudo cuerpo de una mujer ciega que caminaba atrás del animal, apenas a unos pasos.

El conductor, como si dudara de pronto de la ceguera de la chica, de la visión de ese animal que refulgía como un carbón encendido, o como si se encontrase de pronto en medio de profundas y plácidas ensoñaciones, debidas quizá a más de 130 horas ininterrumpidas al volante, detuvo completamente la unidad y se la quedó mirando en silencio con la boca abierta y los ojos extraviados, como sin mirarla.

―¿Pasa algo?―, aventuró la chica.

Pero el hombre se limitó a poner el motor de nuevo en marcha y a escupir en el suelo. Luego, viendo que ninguno de los viajeros cedía su lugar a la joven incapacitada, gruñó de manera violenta a una anciana que se encontraba sentada cerca de mí y la obligó a levantarse con un par de palabras en una lengua que hasta ese momento yo desconocía. La anciana, que tendría quizá algunos 90 años, se irguió lenta y trabajosamente; luego, poco a poco, tratando de sostenerse sobre un par de piernas inservibles de tan reumáticas, se dirigió hacia atrás, hacia la parte posterior del autobús, donde a esa hora un grupo de pasajeros se gastaban bromas inocentes, compartían viandas de arroz, frutos deshidratados, cigarros y licor. Contrario a lo que en ese momento pude imaginar, el chico que iba sentado a un lado de la mujer no hizo el menor movimiento para evitar que ésta abandonara su lugar. De modo que la vieja, a medida que caminaba temblorosamente importunando los viajeros que trataban de dormitar en sus asientos, sin hacer caso a las moscas que se les pegaban en las comisuras húmedas de la boca, no paraba de disculparse en un inglés ronco y mal articulado.

―Em sorre, em sorre, em sorre―, decía.

Y esa fue la manera en que la chica ciega del perro de oro pudo sentarse justo a un lado mío durante mi viaje a la ciudad de L. Pero todavía tuvieron que pasar unos minutos para que me atreviera a dirigirle unas tímidas palabras. Primero la observé en silencio durante un largo, larguísimo rato. Tenía las orejas pequeñas y la nariz afilada. Su cabello, que se dividía en dos perfectas crenchas desde la coronilla, caía a ambos lados de su rostro pecoso y oval convertido en dos gruesas trenzas. Los labios, pálidos y delgados, parecían dibujar el gesto de una duda al apretarse. Entonces, luego de pensármelo, me atreví a iniciar nuestra conversación con las preguntas más estúpidas que en ese momento se me pudieron haber ocurrido, dadas las circunstancias.

―¿Es éste un perro de oro?

―¿Eh?, ¿me habla usted a mí?

―Sí, le hablo a usted. ¿Es el suyo un perro de oro?

―¿Éste?, ―y entonces lo tocó, como cerciorándose de que el artefacto continuara allí, a un lado suyo, ―¿está usted refiriéndose a mi perro?

―Sí. Me refiero a su perro. ¿Es el suyo un perro de oro?

―Sí. Es un perro de oro.

Luego hice una pausa.

―¿Es usted ciega de nacimiento?

―No. Una vez pude ver. Pero eso fue hace tanto tiempo que la verdad ya no me acuerdo como es que era eso de “ver”―. Luego me soltó una pregunta que me dejó callado por unos instantes y para la que incluso ahora no me siento preparado.

―¿Cómo es?―, me dijo.

―¿Cómo es qué?

―Ver. ¿Cómo es “ver” para usted?

―Pues no lo sé… ver es como…, es decir, no sé, se puede ver o no. Y así, es todo, supongo.

―Sí, tiene razón. Es lo mismo que no ver.

El animal ahora ocultaba su secreto mecanismo de pernos, tornillos y tuercas de metales preciosos bajo el asiento. En la posición en que me hallaba solo podía ver una parte de su hocico que sobresalía de entre los gruesos pliegues del vestido de la chica, su lengua saliente, la punta alborotada de la cola.

―¿Puedo tocarlo?―, aventuré.

―Sí, seguro―, dijo ella.

―¿No me morderá?―

―No, no tema. Este es un perro bastante educado.

―¿Es chico o chica?―, continué.

―¿Cómo?―

―Quiero decir, ¿es un macho o una hembra?

―Oh!, ya veo―, dijo la chica, divertida,―es un macho―.

Entonces me incliné hacia delante hasta colocar una de mis rodillas en el suelo y extendí mi mano titubeante hacía el cuerpo del animal. Este soltó un pequeño gemido. Luego coloqué mi mano sobre su lomo y la deslicé a través de él descuidadamente, como quien toca una piedra o una caja de latón, y entonces uno de sus desordenados pelillos se me incrustó en la palma abierta provocándome una herida diminuta pero considerablemente dolorosa, como si me hubiesen encajado un alfiler muy dentro de la carne.

La chica advirtió la rapidez con que retiré la mano de la bestia.

―¿Lo mordió?―, preguntó asustada.

―No, no fue eso. Ha sido uno de los pelillos de su lomo.

―Oh sí, discúlpeme, debí advertirle―, dijo ella. ―Hace tiempo que debí haber descardado su pelaje. A veces yo también resultó herida por abrazarlo. Mire mis brazos, ―continuó―. Y enseguida me mostró el mapa de las escoriaciones que el pelaje del perro había dibujado sobre su piel blanquísima.

Entonces acerqué mi mano izquierda hasta su hocico. Un vaho frío y delicado subía por los retorcidos interiores de aluminio y estaño, y se desprendía finalmente en el aire como un vaporcillo blanco y fugaz, inaprehensible.

Luego que me incorporé ninguno de los dos volvió a mencionar una palabra sino hasta mucho tiempo después, cuando había caído ya la noche profunda y los pasajeros dormían, o trataban de hacerlo, en las más incomodas e imposibles posiciones. De vez en vez, desde algún punto indefinible un ronquido sordo rompía el silencio que se había instalado dentro del carromato como una densa presencia. Fue ella quien inició la conversación nuevamente.

―¿Está usted dormido?―, preguntó.

―No, no duermo―, contesté. E iba a repetir la enrevesada explicación de porque siempre me ha sido imposible dormir al viajar en autobús, pero por alguna causa detuve las palabras en el borde de los labios, a punto ya del salto, y esperé a que fuera ella quien continuara hablando.

―¿Por qué razón se dirige usted a L?―, continuó.―Porque uted va a L, ¿no es verdad?

Entonces, durante un tiempo que no puedo precisar, le confié a la chica ciega del perro de oro la recientemente desastrada historia de mi familia. No estoy seguro aún de las razones que me impelieron a descargar con una completa desconocida los extraños sucesos que habían acontecido en el seno de una familia por demás ordinaria y vulgar como la mía. Primero pensé que todo se debió a que mi interlocutora estaba ciega; luego, a que esa noche, la noche de mi viaje, agosto dejaba caer todo su manto de desasosiego sobre mí, su asfixiante perfume de flores podridas, y necesitaba hablar con alguien, aunque fuese un extraño. Mucho tiempo después, haciendo un profundo examen de conciencia, tuve que reconocer que todo se había generado a raíz del extraño avistamiento del animal dorado. La chica había sido amable conmigo, me había dejado acariciarlo, verlo de cerca, aproximar temerariamente mi mano a esa suerte de revelación. Un perro de oro no se ve todos los días, y qué decir de tocarlo. Todo ello bien valía, supongo, un buen par de confesiones inusitadas.

―Voy a L―, dije, ―a cobrar un dinero, el dinero de la venta de mi hermana que ha enloquecido. Hace poco menos de un mes ―continué―, mi hermana enloqueció completamente por razones desconocidas, y en un arranque de rabia de una sola mordida le arrancó a mi padre el dedo medio de su mano derecha. Luego de recibir cientos de diagnósticos desalentadores, y suponiendo la cantidad de infortunios que una hija loca podría acarrearle, mi padre resolvió venderla al dueño de una fábrica de seda.

―¿Y cual ha sido el precio que se ha fijado por su hermana?―, preguntó la chica sin el menor asomo de sorpresa.

―Su peso en plata―.

―¿Y para que se supone que querría el dueño de una fábrica de seda a una chica desquiciada?

―No lo sé. Puedo imaginarlo, si acaso.

―¿Y qué es lo que usted se imagina?

Muchas cosas, muchísimas.

Luego nos quedamos callados otra vez, hasta que llegamos a L. Empezaba a amanecer. El conductor de la unidad grito “L, señores”, y poco a poco todos los pasajeros empezaron a desperezarse, lagañosos y grises. Luego de transitar por un par de calles deslustradas, sucias y angostas, el viejo autobús entró a la estación de L haciendo sonar el claxón. La chica ciega y yo fuimos de los primeros pasajeros en abandonar la unidad. Ninguno de los dos cargaba consigo el más mínimo equipaje.

―¿Y de aquí hacia donde se dirigirá?―, preguntó.

―A ningún lado. El hombre de la fábrica de seda no tardará en llegar, efectuará el pago, y yo, yo simplemente regresaré a casa en el próximo autobús que se dirija a Río Rojo, es decir, en unas cuatro o cinco horas más. ¿Y usted?

―Yo he venido a casarme. He venido a L a casarme. Espero que tenga usted un buen viaje de regreso―. Se limitó a decir. Y luego, agitando una mano a la altura de su pecho, como si adivinara la posición en que nos encontrábamos uno respecto del otro, aunque evidentemente equivocada, se despidió. El perro de oro movio la cola para mí por última vez, y seguido de ella empezó a caminar entre la gente que abarrotaba los andenes sin que estos, hay que decirlo, le prestaran demasiada atención.

A los pocos minutos el hombre de la fábrica que había comprado a mi hermana enloquecida llegó a la estación, efectuó el pago convenido, y sin decir más de lo necesario, dando media vuelta se alejó del lugar. Yo esperé todavía un par de horas el siguiente autobús rumbo a Río Rojo; simplemente anduve caminando por ahí a través de los sucios corredores del edificio, fumando, mordiéndome las uñas, imaginando la utilidad que el dueño de la fábrica de seda podía encontrar en mi joven hermana loca. Luego abordé la misma unidad en la que había llegado y doce horas más tarde estaba en F nuevamente, compartiendo la mesa con padre y madre.

Un par de noches después soñé que el perro de oro, lleno de metálica rabia, cercenaba a dentelladas una de mis manos, y la sangre se convertía en un río imparable a través de la tierra. Esa misma noche soñé también a mi hermana desquiciada, naufragando en la propia oscuridad de su demencia, como una ciega que ha sido abandonada sin su perro lazarillo a las orillas de un río infinito y salvaje que divide la nada en dos territorios inconmensurables.

Monday, June 11, 2007

La Penthouse del mes

El señor Pérez, sesenta años, calvo, barrigón, incontinente, bastantes años ya en el cuerpo editorial de ese periódico menor de esa ciudad sin nombre, a fin de salvarla del momentáneo bloqueo, al que llamaba menstrual, copas de más encima con otros miembros del periódico, le pidió que escribiera, como hacía con todas en semejantes apuros, y sólo como un divertimento inofensivo, un par de líneas sobre sus experiencias sexuales. Esperaba que se quedara pasmada. Pero ella le extendió el texto después de unos minutos, la mano temblorosa, las mejillas hirviendo, el gesto titubeante.

El señor Pérez leyó:

―Me gusta que me digan mami mientras me están penetrando por detrás.

El señor Pérez, hombre famélico, úlcera gástrica, misógino las más de las veces, fervoroso creyente de la medicina oriental, no pudo evitar que la sangre, como una aguja china que se inserta de pronto, tibia, deliciosamente, le hormigueara en el miembro completamente fláccido, habría que decirlo, como una media mojada.

El señor Pérez aclaró la garganta. Compuso el nudo de su corbata ridícula. Miró aquí y allá con sus ojillos de ratón asustado y luego, con un hilo de voz, como si fuese posible que un oído escrutador se encontrase de súbito, desde un rincón cualquiera en la oficina sola, acreditando sus medios, le pidió que abundara, dominándose al punto, un poco más al respecto, que fuese más precisa, que extendiera el relato.

Ella tomó el papel otra vez en sus manos y continuó escribiendo.

El señor Pérez se acomodó en su asiento, ajusto los arillos sobre el puente aguileño de la nariz enorme, secó con un pañuelo el sudor que le empapaba las manos y buscó entre las bolsas de su saco alguna menta. El señor Pérez, mientras ella escribía con un ritmo de vértigo, y completaba una línea y continuaba la otra y llegaba casi ya a la mitad de la página, sentía que un ansia terrible y silenciosa le apretaba el estómago.

Por fin, ella extendió otra vez, con mayor desenvoltura y ahora un brillo singular incubado en sus ojos, el apurado manuscrito.

―Me gusta que me quiten las bragas usando los dientes. Que me muerdan los labios vaginales y me laman las nalgas. Me gusta que me chupen los pezones mientras me están penetrando. Me gusta que me cojan sin condón―. Entre otras cosas similares.

Luego, un par de líneas más abajo, ya para terminar, el señor Pérez, sin dar crédito a lo que sus ojos leían, observó como cambiaba abruptamente la conjugación de los verbos e incluía, tal como él lo había indicado, elementos que añadían a la relación de los hechos una mayor precisión.

―Usted me excita ―, aventuraba ―de una manera incontrolable. Quisiera saborear su enorme miembro entre mis labios y que usted se viniera entre mis pechos mientras me dice mami―. Luego un par de palabras tachadas con violencia y continuaba otra vez. ―Vivo muy cerca de aquí, apenas a unas cuadras, no tengo que quedarme con el puesto. Si la respuesta es sí, lo espero abajo, en el estacionamiento. Traigo un Datsun amarillo del 89.

El señor Pérez, arrellanado en el sillón, disminuido del todo, vuelto sobre su gorda y ulcerosa humanidad, vio como ella se levantó decidida, y como, sin decir una palabra, salió de la oficina contoneando las nalgas exageradamente.

El señor Pérez, un nudo en la garganta, la cabeza un torbellino de escenas inconexas, no daba crédito a lo que sus ojos releían ni a la fuerza con que le latía el corazón.

Apenas un segundo y el señor Pérez se hallaba presionando el botón del ascensor. Apenas un segundo y las puertas se cerraron. Apenas un segundo y su dedo gordo y chato seleccionaba el número indicado. Planta baja. El señor Pérez, mientras la caja de metal descendía por la oscura cavidad del edificio, produciendo ese sonido peculiar que tanto odiaba, pensaba, estupefacto, en su mujer.

Cuando la máquina paró, 15 segundos, quizá más, el señor Pérez había ya recordado el día del matrimonio. El traje azul pastel. El clavel en el ojal. La banda de los músicos pagada por un tío. Canciones de los Apson, César Costa. El ahumado regusto del jamón. El primer hijo, y el otro, y el siguiente. Sus trabajos iniciales como vendedor de suscripciones. Toda su vida.

Camino al estacionamiento, el señor Pérez solo podía pensar en una cosa: una mujer gorda y quejumbrosa que le esperaba en casa. Un monstruo. Una criatura que se le antojaba irreconocible después de tantos años. La diabetes. Varices azules en sitios que desafiaban la probabilidad. Migajas de galletas en la cama. Ronquidos infrahumanos. Polvos de maquillaje, curitas, cottonetes, algodones sangrados sobre la repisa del baño. El tedio absoluto. Casi 10 años sobándose en secreto la flaccidez del miembro. Casi diez años, a hurtadillas, estrujando las suaves, finas, brillantísimas hojas de la Penthouse del mes.

Apenas un segundo y el señor Pérez, con pie plano, enfisema, la ciática insufrible, halitosis recurrente, como si conociera de siempre el camino indicado, se halló apenas a unos pasos del automóvil amarillo. Ella al volante, la vista fija al frente, se encontraba esperándolo.

El señor Pérez, las piernas par de hilachos que no le obedecían, tomó asiento. Y quiso decir algo, alguna cosa, una coquetería por ejemplo, esto es muy inusual, no vaya usted a creer, mire que yo. Pero ella encendió el auto, le dijo que no hablara, y salió del estacionamiento. Afuera se encontraba a punto de llover.

El señor Pérez, vida mezquina y gris como otras tantas, resuelto hasta este punto como nunca lo había estado, apurando un comentario para romper el silencio cuando ella estacionó, le dijo que en efecto su casa estaba cerca, muy cerca se diría, del periódico. Y luego se sintió como un idiota y se bajó del coche.

Apenas en la acera se sonrieron. Ella le dijo venga. Mudo y sombrío, ajeno de sí mismo, como si fuese entonces un manso corderito tras la ubre riquísima, le siguió.

Un piso, dos. Su mujer en casa cortándose las uñas renegridas frente al televisor de la cocina. Tres pisos, cuatro. La humedad insinuándose a cuentagotas en un pene que ya, desacostumbrado del todo, desde hacía unos minutos comenzaba a inflamarse ridículamente. Cinco pisos, seis. El inédito propósito de proveerse de condones a la primera oportunidad.

Un pasillo entonces, alfombrado, el camino al paraíso. La anunciación del gozo. Un paso, y otro, y otro más. El señor Pérez, a punto del espasmo, una mancha marrón creciendo en la entrepierna imperceptiblemente, recordó una de las escenas pornográficas que tanto había mirado en la edición del mes, y le tomó la mano. Ella sonrió.

En el número 85 detuvieron su marcha. Y luego, mientras ella buscaba con apuro las llaves escondidas en el fondo del bolso, Pérez le acariciaba las nalgas y las piernas con los ojos y pensaba, preocupado, en la forma en que debía, una vez dentro del inmueble, quitarse los pantalones. Pérez quería verse, a toda costa, natural. Ella giró la llave, esperó unos segundos como si se lo pensara, y de un sólo empujón, con la punta del pie violentando la hoja, plegó completamente la puerta de madera.

Y quiso el señor Pérez despertarse del sueño, pero ya era muy tarde.

Como si fuese la suya, súbitamente, una lengua que nunca hubiese escuchado, o acaso leído, o incluso los rostros familiares del todo, extranjeros de súbito, el señor Pérez se halló en medio de una nube densa y soporífera. No entendía nada.

―¡Felicidades Pérez!―, le dijeron a coro.

Y luego, como no reaccionaba, bajo el quicio aún, la boca abierta, los ojos extraviados como si fuese un idiota, el corazón al borde del colapso, el director de ese diario mediocre tuvo que aproximarse, sonrisa incorruptible, y sacudirlo un poco tomándolo del hombro.

―Pérez―, le dijo ―¡Felicidades hombre, felicidades! ¡Muchas felicidades! Espero que puedas perdonarnos la bromita, hombre, se le ocurrió a los muchachos para hacerte venir sin que lo sospecharas―. Pérez cumplía sí, y apenas se acordaba, 18 años trabajando en el periódico.

Y mientras aquí y allá sólo se oían sonrisillas burlonas, abiertas carcajadas, algún aplauso, la mujer de Pérez, llena de orgullo o cosa similar, lo esperaba parada en un rincón sujetando su viejísimo bolso de terciopelo verde. Plantada en una esquina como una maceta desbordada, como una flor gigante, mientras mordía un canapé de queso y espinacas, y luego otro y otro más, y tomaba delicados sorbitos de refresco dietético con cierta afectación, se enjugaba las lágrimas, conmovida. La mujer de Pérez sí, tan ancha como el tronco de un baobab recién caído, miraba complacida la forma con que Pérez, lleno de ceremonia, saludaba a los presentes. Y luego, comiendo todavía, mientras éste reía para los otros como solo un muerto puede hacerlo, se preguntaba intrigada el cómo habrían metido esa crema de queso, ligeramente ácida, dentro del panecillo.

―Fue cosa de los muchachos―, le dijo el director.

Y luego ella, cabellera rozándole las nalgas, 31 años, esbelta, esteticista, prima de algún empleado, solicita al pedido, quiso excusarse ―Pérez, discúlpeme, no vaya usted a creer, mire que yo…―.

Y Pérez asintió. ―No se preocupe, señorita, ya me habían advertido―, y otras mentiras como éstas para salir del paso. ―Yo ya sabía, sólo seguí el jueguito, cómo podría pensar―, por decir un ejemplo.

Luego le dieron una placa de madera bruñida y estofada que tenia su nombre escrito y el logo del periódico. Y aplaudieron. Y abrieron más botellas. Y se sintieron felices, o al menos eso parecía.

En el camino a casa, bebido un poco, alegre ya, diríase, Pérez oía a su mujer, borracha y locuacísima, decirle lo encantada que estaba de la fiesta. ―Que buenos compañeros, qué sabrosas botanas, que lindo todo, que guapa secretaria―. Y Pérez asintiendo.

Y ya para dormirse en la seguridad de casa, o lo que eso signifique, sobre la cama queen, los ojos entre abiertos, mientras Pérez pensaba, capricho del ensueño, en la vaca que vio, siendo muchacho, parir en un establo, su mujer preguntó que qué mentira, que cuál treta, cuál recurso había usado aquella mujer guapa para hacerlo llegar al sitio del encuentro.

―Insinuó que se quería acostar conmigo―, dijo Pérez. Y su esposa se rió, unos segundos, y se quedo dormida.

El señor Pérez en un lento, convencido gesto de abandono, de tedio, de pereza, suspiró un par de veces, se rascó la cabeza y abandonó la cama. Luego, sintiendo el borde frío del escusado oprimiéndole las nalgas, la dureza de las rodillas en el pecho, la blancura resplandeciente de los azulejos en el baño, su barriga increíble, mientras imaginaba aquel cuerpo desnudo y delicioso, firme, joven, imposible, se cortó una a una, lenta y trabajosamente, las uñas de los pies.

Tuesday, May 22, 2007

Ballena Beluga

Aunque el hombre era viejo, ciertamente, y ya los golpes no le permitían sostenerse en pie, el rostro hinchado, los labios abultados y rotos, la ropa un solo guiñapo raído, ordené de cualquier forma que se le torturara todavía un poco más. Entonces el gordo le conectó unas terminales eléctricas en la piel flácida del abdomen, sobre los genitales, en las orejas, y aplicó una descarga de 600 watts durante cuatro minutos. El hombre sólo se convulsionó unos segundos y cayó desmayado. Hecho ovillo, enroscado sobre el suelo, su cabello erizado despedía un humillo transparente parecido al que mana de la combustión del tabaco. Sus orejas estaban destrozadas, sí, pero desde cierta distancia puedo decir que simulaban dos botones de rosa muy abiertos. Luego pedí que lo desnudaran completamente y lo sumergieran en una de las pilas de agua helada que había mandado construir en la bodega. Como deseaba que el hombre se mantuviera con vida un poco más, por el asunto del interrogatorio, le atamos una cuerda alrededor del tórax y luego la anudamos a una de las altas vigas del techo. Parecía que el hombre flotaba dentro de una gran pila bautismal. Dos horas después, cuando nuestro prisionero pudo recobrar el sentido, volví a interrogarlo. Hice colocar una silla junto al tanque donde se encontraba sumergido, encendí un cigarrillo, le di un par de chupadas y luego lo apagué sobre la blanquísima piel de su pecho surcada por delicados hilillos de sangre. El hombre gimió un par de veces tratando de recuperar el aliento; entonces, con voz firme, repetí la misma pregunta que le habíamos hecho a otros tantos como él, y que a esas alturas nos había mantenido en vilo desde hacía cuatro meses. Hubo un largo silencio. Alguien a mis espaldas carraspeó tímidamente. Alguien más tronó los dedos. Y quizá, en alguna de las habitaciones que se encontraban al trasponer las escaleras, escuché también un estornudo, pero no puedo precisarlo. Lo cierto es que el hombrecillo tenía las mandíbulas desencajadas por la descarga. Lo cierto es que, aunque intentó decir alguna cosa, sólo alcanzó a escupir un par de dientes.

<>

—Este tipo no va a decirnos nada—, dijo el gordo ―hay que dejarlo―.

—Deja que pase la noche en el tanque y verás si no suelta la lengua mañana tempranito, verás si no se ablanda—, repuse.

— No va a decirnos nada, verás que no—, dijo el gordo.

La mañana siguiente el gordo fue a despertarme muy temprano. Recuerdo haber pensado que, para ser un matón profesional, el gordo se encontraba demasiado excitado. Cuando bajamos al sótano, vi que el hombre permanecía aún colgado de la viga, sumergido en el agua casi completamente. Estaba temblando. El gordo dijo que estaba muriendo. Dijo que el hombre tenía fiebre. Que se veía blanco, blanquísimo, de una manera tétrica. Dijo que, durante gran parte de la madrugada, el hombre había estado arqueándose hacia atrás con mucha violencia, como si se columpiara. Todo eso había visto. Dijo, finalmente, que todo era una terrible equivocación. —Terrible—, dijo.

El caso es que el gordo estaba a punto de explicarme qué cosa era aquello de la terrible equivocación cuando el hombre abrió los ojos, completamente perlados por la fiebre. El hombre abrió sus ojillos ciegos de pescado y mirando quizá un punto indefinible en su propio vacío, o presintiendo la proximidad de la muerte, o esperanzado todavía de vivir al menos otro poco, o puede ser que inconsciente del todo, empezó a hablar. Al principio no entendí lo que decía. Aquello era como una mezcla entre un silbido suave y el sonido que hacen los niños pequeñitos al expulsar el aire y la saliva con los labios apretados. De modo que arrastré un tonel hasta la pila, me trepé sobre él y luego, deslizándome con mucho cuidado por uno de los bordes del tanque, me incliné lentamente hasta quedar muy cerca de su rostro. Poco a poco sus balbuceos ininteligibles adquirieron sentido. Y como el hombre repitió una y otra vez el mismo monólogo, frenéticamente a veces, desfallecido del todo otras tantas, finalmente pude tener una certeza vaga de sus palabras. Debo decir, haciendo un poco de justicia, que dadas las condiciones tan poco ventajosas en las que se encontraba, lo que dijo aquel hombre esa mañana me resultó perturbadoramente lúcido y totalmente inapropiado para las circunstancias. Esto fue lo que dijo:

“Luego ya no hubo tiempo para la memoria. No había tiempo para guardar los recuerdos. Teníamos que correr. Correr muy rápido. Teníamos que escondernos. Escondernos del cazador. Yo mismo cavé sus tumbas y eché sobre ellas las paletadas de tierra. Era apenas un muchacho, y tenía rabia, y odio, y dolor. Todo ello hizo que en mi juventud me rebelara contra el altísimo. Ahora, que soy un hombre viejo, entiendo, y perdono, y me perdono. No hay más rencor en mi corazón. Alabado sea el creador del universo. Sigo creyendo que los designios de Dios son inescrutables. Sigo creyendo en su sabiduría infinita. Por eso ya no hay más dolor en mi alma. Cuando se llega a viejo, y las piernas lo sostienen a uno firmemente sobre los caminos, y la vista aún permite desplazarse libremente sobre esta tierra de nuestro señor, vivir es ganancia.

Ya no trato de entender nada. Intento vivir, únicamente. Soy un hombre viejo, Rebeca. Estoy en paz, sólo espero la muerte.”

No supe que pensar. Parado todavía sobre el tonel, giré el rostro hacia el gordo y lo interrogué con la mirada. —¿Quién es Rebeca?—, pregunté. Pero el gordo se limitó solamente a encogerse de hombros. Entonces, haciéndole caso a una corazonada, de un brinco me coloqué en el suelo y le pedí al gordo que me acercara la ropa del moribundo. Revisé su cartera. Luego regresé hasta el depósito de agua e introduje mi mano dentro de esa suciedad hasta tocar su entre pierna. Y entonces vi.

—Gordo, este tipo es Judío—, le dije. —De dónde putas lo sacaste pendejo—.

—Fue una equivocación, fue una terrible equivocación, una terrible equivocación—, decía el gordo mientras caminaba hacia atrás, sudando a pesar de la hora y el clima frío, muy frío, retrocediendo en dirección de las escaleras. El Gordo sabía, es cierto, que yo no iba a liquidarlo por una equivocación como aquella, sabía que, a lo sumo, me atrevería a darle un puñetazo en el rostro, romperle la nariz, o dispararle en un muslo, pero si algo en esta vida temía el Gordo, era el dolor, por mínimo fuese. De manera que no me sorprendí realmente cuando el gordo subió las escaleras corriendo, jadeando como un cerdo, disparado a la velocidad que sus 140 kilos le permitían. No me sorprendió tampoco el sonido del motor, ni la visión de la camioneta arrancando, yéndose lejos, suficientemente lejos.

Además aquello no era la gran cosa. Durante todo el tiempo que el gordo había estado trabajando para mí había cometido peores estupideces. Pero yo le quería y le perdonaba casi todo. El gordo me hacía reír, y eso es algo de lo que pocas gentes en este mundo pueden jactarse. Debo agregar, además, que el gordo tenía un olfato de sabueso a toda prueba: podía identificar en un segundo, por el olor invisible diseminado en el aire, un buen restaurante en la carretera, un hombre armado, una valija repleta de dólares. Cualidades que, en mi caso, no puedo menos que apreciar.

Pero en ese momento yo tenía que resolver otro asunto. Y sucede que asuntos como ese siempre terminaban por joderme el día. Y es que fui un niño piadoso, la verdad. Así que siempre me conmuevo un poco cuando llega el último momento, pero sólo un poco. Nos habíamos equivocado, sí, pero ya no importaba. De cualquier modo el hombre estaba muriéndose; lo menos que podía hacer era terminarlo de una buena vez. Dios se encargaría de su alma, seguramente; yo de su cuerpo. Así que me coloqué nuevamente a su altura, extraje una pequeña navaja del bolsillo, y con movimientos cortos y precisos me dediqué a cortar la cuerda que lo sujetaba del pecho. Ésta cedió en poco tiempo y el hombre entró en el agua con todo su peso empapándome los zapatos. Era tanta la porquería que se hallaba disuelta en el líquido que el cuerpo salió a la superficie sin ninguna dificultad apenas se hubo sumergido. Entonces coloqué la palma abierta sobre su frente y le empujé hacia abajo. Un último intento por sobrevivir le hizo levantar sus manos blanquísimas, casi azules, y asirme de la muñeca débilmente. Empujé de nuevo con más fuerza y lentamente, muy lentamente, el hombre inició su descenso hasta el fondo de esa pila profunda. Y ya no salió. Fue casi como ver brevemente a una pequeña beluga internándose en la oscuridad impenetrable de los mares del ártico. Eso pensé.

La semana siguiente quedé con el gordo para desayunar en el Denys de la sexta y bellflower. Llegué yo primero, como siempre. Pedí huevos revueltos con tocino, frijoles, totopos, jugo de naranja y café. En la televisión anunciaban una tregua al conflicto de la franja de Gaza. Más tardé, sudando como un cochino, llegó el Gordo. Se detuvo a tres metros de distancia y me interrogó con los ojos. Yo dije que todo estaba olvidado. Que sin rencores o algo así. Que se acercara. Luego él mencionó algo del judío secuestrado a las afueras de una sinagoga de San Diego. Dijo que había leído sobre él en los periódicos y algo también sobre la historia del antisemitismo, entonces me repitió la anécdota con suma vaguedad e imprecisión. Al final soltó un suspiro en el que pude distinguir un final dejo de lástima o de arrepentimiento. Luego dijo, como quien no dice nada, que debía empezar un plan alimenticio, ponerse a dieta. Entonces le tome la cara con ambas manos y le obligué a mirar las escenas de los últimos bombardeos en el televisor.

—Mira esos tipos—. Le dije. —¿Los ves gordo, los ves?. El gordo se limitó a asentir en silencio. ―Esos tipos gordo―, continué están locos, completamente locos…, ellos crucificaron a Cristo, ¿ves...?—. Luego llamé a la mesera, y antes de que el Gordo pudiese oponer resistencia, ordené para él un par de huevos pasados por agua y una coca dietética.

Thursday, May 17, 2007

It was a wheelchair in the middle of the night

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Thursday, May 10, 2007

Primero A, y luego B, y luego C finalmente

Como estaba visto que no podía matarlo mientras el hombre le mirara a los ojos R tuvo que pedirle que se pusiera contra la pared. ―Por favor, señor, dese la vuelta― le dijo. Y aquellas palabras, amables sí, para las circunstancias del caso se escucharon extrañas. ―Ande, por favor―, le ordenó ―voltéese para allá.

Pero el hombre no podía moverse. Tenía los tobillos amarrados y temblaba. Entonces, como R sintiera que el hombrecillo trataba con urgencia de decirle alguna cosa, le quitó el trapo sucio que le había metido en la boca y espero en silencio unos segundos a que pudiera articular alguna frase. Sólo se oía una respiración entrecortada y potente.

― ¿Va a decirme algo, o no?―, preguntó R.

El hombre tartamudeó un par de veces. Luego paseó la mirada por las paredes de la habitación a oscuras como buscando una palabra perdida que brillara de súbito, anunciándose. Levantó la cabeza, abrió la boca, gimió, se quedó unos segundos mirando el cielo raso y, al fin, conteniendo las lágrimas, mientras miraba a R directamente a los ojos, ―¿por qué va a matarme?―, cuestionó.

R no quiso contestar. O no pudo. Había una razón, eso era cierto, pero R no la conocía, y no quería conocerla. R simplemente estaba ahí, como le habían ordenado, después de seis horas al volante. La escopeta estaba cargada, el hombre atado, R dispuesto. Eso significaba, seguro, que existían las razones, aunque no se entendieran. Aquello se trataba de un encargo. Y cuando le hacían este tipo de encargos R pensaba que era mejor no saber nada. La cuestión era llegar, hacer lo suyo, y listo. Por eso R no contestaba nada. Por eso, mientras el hombre se empequeñecía en el rincón, R se limitó a sentarse sobre la vieja lavadora, a unos pasos apenas, encendió un cigarrillo y le dio unas larguísimas chupadas mientras balanceaba las piernas lentamente y se miraba la punta de las botas.

―Mire―, tartamudeó el condenado ―puedo pagarle mucho dinero, muchísimo dinero. Usted se va, limpiamente… tome mi coche, y yo, yo sólo me desaparezco y todos felices. ¿Cuánto le pagaron?―, preguntó ―dígame cuánto le pagaron, y yo triplico esa cantidad, en efectivo, ahorita mismo, de veras, pero no me mate, por favor, no me mate―.

R terminó su cigarrillo y se frotó los ojos. Aunque evidentemente el asunto siempre se trataba de dinero la cosa no era tan sencilla. Había que seguir un protocolo. Se trataba de hacer las cosas como se habían planeado. Cuestión de hábito. Primero a, y luego b, y c finalmente, en línea recta. Así todo salía bien. Modificar el rumbo ahora, aunque sólo fuese un poco, podía ocasionar que todo se fuera al carajo. Y pensar que las cosas se podrían ir al carajo por un solo titubeo no era muy alentador que digamos. Así que R, que era a todas luces un hombre metódico y prevenido, dijo que no secamente, y luego caminó hasta donde se hallaba recargada la escopeta.

―¡Tengo una familia!― gritó entonces el hombre que ahora trataba de arrodillarse, ―¡póngase en mi lugar por favor, no me mate, se lo suplico, por su madre!―.

Pero el caso es que después de tantos años haciendo este trabajo R ya estaba inmunizado contra casi todos los clichés de la muerte. No hace falta decir la cantidad de ocasiones en que R se había enfrentado a este tipo de súplicas. Pasaba que, incluso, ya lo aburría un poco esta última parte. Así que en un solo movimiento tomó el arma y cortó cartucho, luego pegó un bostezo grande, y se acercó despacio hasta el hombrecillo que ahora no paraba de llorar. Otra vez, amablemente, le ordenó que se diera la vuelta.

―¡Por favor, por favor, no me mate, no me mate!―, intentó el hombre una vez más. R vio como un llanto grueso y profuso le bañaba el rostro, primero, y luego bajaba por el cuello hasta humedecerle la camisa. La escena, aunque no logró conmoverlo, le hizo recordar súbitamente a una mujer que había querido mucho. R estaba cansado y tenía hambre. Entonces aspiró lentamente y, muy pausado, como solía hablar en tales ocasiones, le dijo:

―¿Ha pasado usted últimamente por los campos de trigo que se encuentran antes del entronque, a unos veinte kilómetros de aquí, junto a los grandes silos de la compañía harinera?―.

El hombre, completamente confundido, movió la cabeza afirmativamente una y otra vez.

―Bueno―, continuó R ― esta tarde venía hacia su casa manejando por la paraestatal. Por un asunto de estricta casualidad me tocó contemplar el atardecer en ese punto. No sé si ya le habrá tocado a usted, pero en el momento justo en que el sol empieza a descender, cuando la parte inferior de la gran bola se encuentra rozando el horizonte, los campos de trigo parecen una sábana dorada que se ondula con el viento. Simplemente tuve que estacionar a la orilla de la carretera y ver―.

El hombre, aunque no entendía de qué se trataba todo aquello, trató de recordar la imagen precisa de los trigales que R estaba refiriéndole, pero no pudo. Luego se sorprendió pensando que, aunque R era el primer matón que conocía, éste no se expresaba como él hubiese esperado de un asesino a sueldo. Lo imaginaba más rudo, sucio y feo. Algo así como el tipo mal encarado del american western. Luego ya no pudo pensar en casi nada porque un miedo profundo lo asaltó de súbito.

―¿Es por la tierra?―, dijo entonces. ―La dejo. Mire. Me voy de aquí. Le dejo a usted todo, todo lo que tengo. Quédese con los campos…, es más ya son suyos…, pero no me mate. No me mate por dios, por dios. No me mate.

Pero R, que era en verdad un hombre muy paciente y deseaba terminar la historia comenzada, prosiguió.

Usted no me entiende todavía. Mire, no es algo personal. Permítame explicarle. Le dije que tuve que pararme y mirar. El sol solo tardó unos cinco o seis minutos en ocultarse del todo. Inmediatamente el cielo se puso de un morado intenso y aparecieron las primeras estrellas. Muy cerca del lugar donde aparqué había un muchacho que cuidaba unas vacas. Yo estaba sentado sobre la caja de la camioneta cuando escuché unos silbidos. ―¿Anda perdido?―, me gritó. Y no sé por qué, pero en ese momento, me pregunté si lo mejor no era dar la vuelta simplemente y olvidar todo este asunto. Regresar nomás. Entonces subí a la camioneta y puse una cinta. En pocos segundos, aunque nunca ha sido mi costumbre dejar un encargo inconcluso, la intención de dejarlo a usted por la paz se hizo más y más fuerte. Como podrá ver ya no soy un jovencito. Uno se cansa del trabajo, no crea. En fin, como siempre termino por obedecer mis corazonadas, me dije convencido que en el próximo entronque viraría a la derecha y no a la izquierda, como me habían indicado, y a la menor oportunidad tomaría nuevamente la paraestatal, pero en sentido contrario. Y así lo hice… Pero, ¿sabe?, ocurrió que el hombre que me pagó para que lo liquidara cometió una equivocación inexplicable cuando me entregó las instrucciones. Yo debía de girar, precisamente, a la derecha. Como ve, este camino conduce directamente hasta su casa. De modo que pensé: ni hablar, ya estoy aquí. Es seguro que a este hombre le tocaba morirse. Bien mirado, esto puede tomarse nada más de dos formas: como un asunto del azar, o como una señal del destino. ¿Cuál le gusta?

Y como era evidente que al hombre no le gustaba ninguna de las alternativas que R proponía, no tuvo otra opción que retomar el llanto con más fuerza. Afuera, sin embargo, hacía buen tiempo. De vez en vez, R podía escuchar el sonido de los búhos proveniente de las altas copas de los pinos. La luna, que hasta ese momento había estado oculta tras las montañas del este, ascendía poco a poco como una tímida viruta de plata en medio de la noche. Pero eso era algo que ellos, dadas las circunstancias, no podían saber; acaso sólo el perro que dormitaba en el porche.

―Entonces―, retomó el condenado tratando de controlar el ahogo y haciendo un ultimo intento por conmover a R ―si sus intenciones eran regresarse, si esas eran en verdad sus intenciones…, tome todo el dinero que tengo, tómelo todo, y regrésese, regrésese por favor…, ya le dije que yo me desaparezco, me voy lejos, a otro estado…, cruzo la frontera si eso es preciso, pero por favor, por mis hijos, por mis hijos…, se lo suplico, no me mate, no me mate.

Para este momento R comenzaba a fastidiarse. Según R veía la cosa era muy simple. Se trataba de A o B. Se trataba únicamente de virar a la izquierda o virar a la derecha. Lo que resultase después no tenía nada que ver con sus intenciones. R, a decir verdad, no tenía intenciones. R tenía un trabajo y era un hombre cumplido, solamente. Por otra parte, R sabía que llegado el momento no había ningún sentido en dar marcha atrás así como así. De modo que se paró frente a nuestro hombre, que para ese momento era ya más un despojo que otra cosa, y lo ayudó a levantarse. El hombre trató de abrasarse a las piernas de R pero éste lo detuvo. ―Párese―, le dijo, casi ausente, con una voz serena y sin apasionamientos. ―No quiero matarlo aquí en el suelo como a un animal. Va a ser muy rápido, despreocúpese, apenas si sentirá el disparo. La muerte no duele.

En el último momento, ya con el hombre mirando a la pared, temblando, haciéndose pequeño, muy pequeño, R consideró unos segundos dónde debería dar el disparo. Tanto si la bala entraba por la espalda, a la altura del corazón, como si lo hacía por la nuca, la muerte sobrevendría muy rápido. Pero R, que finalmente era un hombre sensible y puede decirse que, en ciertas circunstancias, hasta impresionable, pensó en la repulsión o el espanto que podría causar en el ataúd abierto el rostro desfigurado de aquel hombre. Así que tomó la escopeta firmemente, con ambas manos, y colocó la boca del cañón justo en medio de los dos omóplatos.

El hombre, que al parecer había terminado por aceptar una muerte inminente pues ya no lloraba, hizo una última súplica ―ya que va a matarme―, dijo ―permítame al menos rezar un padre nuestro―. Y R, que no era muy devoto en realidad, pero que seguro, cuando niño, lo había sido, dijo que sí. R dijo que sí, también, porque súbitamente, como en otras tantas escenas parecidas a ésta, recordaba la frase que a manera de muletilla, cuando R era un niño, le escuchaba a su madre. ―Que dios nos encuentre confesados―, ella decía.

Así que, durante un tiempo impreciso, mientras el hombrecillo rezaba confundiendo súplicas y letanías, R se mantuvo en silencio. R separó un poco las piernas y apoyó la boca de la escopeta sobre la espalda de aquel hombre que se replegó a la pared. Luego se pasó la punta de la lengua, lentamente, por una caries que empezaba a dolerle e hizo un gesto.

Entonces el hombre terminó de rezar. Y dijo amén.