Tuesday, July 24, 2007

Un petirrojo

Para Venecia

Sólo recuerdo que me abrazaba fuertemente de mi madre. Ella lloraba tanto que no podía mantenerse en pie, y alguien, alguno cuyo rostro me parece más impreciso cada vez, le había acercado una silla.

―¿Está segura?―, preguntó la mujer. Y mi madre controló sus espasmos un segundo solamente y dijo sí y se cubrió el rostro con las manos para que los otros no la vieran y reanudó su llanto con más fuerza.

Yo me abrazaba fuertemente de mi madre, recuerdo, cuando aquella mujer me jaló fuertemente desde el brazo, separándonos, y empezó a arrastrarme con ella por un largo pasillo. Recuerdo la luz también, o acaso la sensación de la luz en el rostro, el hormigueo que me producía sobre los párpados un chorro débil que se colaba apenas por las altas ventanas rectangulares. Hace ya tantísimo tiempo.

Y sin embargo, puede ser que esto que digo sea tan solo un engaño de la memoria. Quizá esto que recuerdo, o creo recordar, no sea más que un sueño distante contaminado ya con las imprecisiones que han construido mi vida, o con otros sueños tal vez. Yo era muy pequeño. Así que asegurar algo, cualquier cosa sobre el pasado en este momento, sería tanto como escuchar un breve silbido en la copa de un árbol amazónico y luego identificar, con seguridad absoluta, que ave lo produjo. Hay miles, ¿sabe? Aunque bueno, mentiría si no le dijese que en ese respecto ya estoy un poco versado.

Nunca me ha gustado recordar los eventos en su dimensión justa. Me es preciso reelaborar las escenas de mi vida, una y otra vez; añadir un poco de luz y sombra sobre las circunstancias que han trazado este accidente que soy; unas cuantas pinceladas de color, por decirlo utilizando el argot. Debo decir que siempre he tratado de atenuar, un poco al menos, mi propia vulgaridad, de la que incluso ahora estoy plenamente consciente. Por ello no me extrañaría en absoluto que alguien llegara aquí y desmintiera mis palabras con absoluta autoridad. Alguien podría decirle, por ejemplo, que mi madre no lloraba esa tarde, que se mantuvo ecuánime y completa cuando aquella mujer desconocida me tomó del brazo y me llevó con ella sorteando los obstáculos del pasillo. Alguien podría decir que ya había anochecido y que un tedio absoluto nos empujaba a todos a esperar en silencio que ocurriera cualquier cosa. Alguien podría, finalmente, obligarme al silencio y contar la historia verdadera, si es que aún, a estas alturas, la verdad fuese algo que se pudiera pretender. Nadie hay aquí salvo yo mismo, y sobra advertirle que casi cualquier cosa que pudiese relatar no debe tomarla a pie juntillas. Las certezas resultan casi siempre inaccesibles, aunque uno oponga resistencia. Ahora que lo pienso, no sé dónde escuché que simplemente no se puede no estar equivocado. En fin. Supongamos mejor que esto es parte de un sueño compartido, o una franca exageración, o algo, un rumor tan solo que cualquiera, usted por ejemplo, escucha brevemente, en cualquier sitio, y luego olvida del todo.

El caso es que mi madre dijo sí. Y una enfermera me tomó del brazo y me llevó casi a rastras a la habitación donde agonizaba mi padre. No puedo asegurarlo ahora, pero creo recordar que todos enloquecieron en casa esa tarde. Mi madre, que empezaba a penas a servir la mesa, derramó su sopa sobre la estufa. Dio un grito. La abuela invocó al sagrado corazón atropelladamente. Y Martina, mi hermana mayor, empezó a llorar antes de tiempo. Luego subimos al coche y fuimos al hospital a donde habían llevado a mi padre.

La sala de urgencias se encontraba repleta. Mi padre viajaba en un autobús que lo traía de regreso. Estaba en Chihuahua, de negocios. Y como esa misma mañana había telefoneado para decir que en unas horas estaría con nosotros, mi madre preparó una sopa de lentejas, que yo aborrecía, y puso dentro del horno un par de gallinas gordas untadas con achiote.

Una de las mujeres en la sala, que esperaba también como nosotros alguna noticia, nos puso al tanto de todo. Antes de entrar a la ciudad, en uno de los entronques que conectaban con la paraestatal, un trailer le había cerrado el paso al autobús y éste tuvo que virar con urgencia para evitar el impacto. De cualquier forma el accidente había sido desastroso. La gran caja de metal dio vueltas sobre su propio eje una y otra vez. Muertos y más muertos. Sólo unos cuantos heridos en esa nómina de la desgracia.

Esa ha sido siempre la información preliminar, solamente. Y digo eso porque pudieron haber ocurrido tantísimas cosas que nunca se supieron. Trato de imaginar, por ejemplo, lo que pensaba mi padre antes del choque. Trato de pensar en el sonido de las llantas derrapando y en los cristales quebrándose al impactar el asfalto. Imagino el noc noc de las pequeñas piedras estrellándose contra las láminas del autobús del norte, los rostros, los pequeños aullidos de la agonía bajo los hierros retorcidos. Luego los coches detenidos en la distancia. Las mujeres llevándose las manos al rostro. Alguien, algunos, aterrados, invocando los distintos nombres del espanto. No debería imaginar estas cosas, es cierto, pero no puedo evitarlo.

Mucho tiempo después, durante las noches, una serie de escenas recurrentes me asaltaban en sueños. Era la imagen de mi padre sobre su asiento, durante el choque, abrazando su maletín de cuero, tratando de mantener la cordura, como siempre hacía, mientras todo el arsenal de recuerdos pasaba frente así, como dicen que ocurre en el último momento. Y yo podía ver sus recuerdos, absolutamente todos. Veía también su legajo de papeles proyectados como palomas manchadas fuera del maletín, fuera del autobús, desperdigándose sobre la cinta asfáltica, tomando vuelo, tímidamente, ascendiendo hasta perderse allá, muy arriba. Ahora me parecen imaginaciones que no vienen al caso, que no importan.

Tres días, una semana, un mes, no lo sé. Me es imposible precisarle cuanto tiempo estuvo agonizando y cuanto nosotros ahí, junto a él, esperando uno de los dos desenlaces probables. Piense que la memoria es algo sumamente flexible y errático. Y aunque el dolor no debía ser poco, yo me recuerdo jugando con mis pequeños coches sobre la duela del hospital. Corriendo entre las salas, escondiéndome de Martina, mi hermana mayor, o acaso buscándola. Las generalidades de esta historia cada vez me resultan más inconsistentes. Y aunque es cierto que ahora mismo podría telefonear a mi hermana y preguntar algunos datos precisos, ello no es necesario. Es probable que tampoco recuerde los eventos con exactitud. En cuanto a mi madre, pues hace mucho tiempo que no puede responder nada acerca de nada.

Además, viéndolo ahora en su justa dimensión, no es que la muerte de mi padre sea tan fundamental en realidad. Todo mundo tiene un padre y una madre, una familia, que luego empieza a perder, lenta o rápidamente, en las circunstancias más diversas. Digamos que esa es la trama general, simple, sobre la que se cimienta el menudo tejido de mi vida y la de usted. Acaso la única diferencia entre nosotros sea que yo me encuentro transcribiendo, con evidentes deformaciones, la parte que me toca. A decir verdad, la muerte de mi padre, tan concreta y dura, que debió haberlo sido en su momento, tan irrebatible, no es el centro de este relato.

El caso es que mi padre, en uno de los pocos momentos de lucidez que gozó luego del accidente, pidió vernos a todos antes de sumirse en un sopor de muerte del que ya no regresaría. El tío Manuel, hermano de mi padre, vino desde Jalapa. Y luego la tía Rosa, y el tío Roberto, y finalmente Mariana, la hermana más pequeña, que viajó desde el D. F.

Uno a uno fueron conducidos hasta la habitación donde el viejo agonizaba. Primero mi madre, luego sus hermanos, luego Martina. Por alguna extraña causa, o quizá por un descuido me dejaron al final. Y fue hasta ese último momento, precisamente, que me llené de miedo. Yo entendía alguna cosa del dolor, es cierto, aunque fuese de manera precaria, y esa era la razón precisamente de que no me resultara incomprensible el ver a mi familia completamente deshecha, sus ojos enrojecidos, el llanto, los abrazos constantes. Estará de acuerdo conmigo, sin embargo, en que ver y saber son dos actos completamente distintos. Espero que no objete si le digo que media entre ellos una pequeña y terrible diferencia. Sucede que a veces el color, la limpieza del trazo, su estructura primordial, impresionan más que las palabras, que los conceptos.

De cualquier modo, cuando llegó mi turno, la enfermera preguntó si alguien de los mayores me acompañaría hasta terapia intensiva. Pero todos se quedaron callados. Yo traté, entonces, de resistirme. Recuerdo que empecé a llorar y a gritar con todas mis fuerzas que no quería ver al viejo. Me tiré al suelo y me agarré de una silla pero ellos me obligaron a levantarme. Y fue entonces cuando me abracé de mi madre. ¿Ve cómo nada puede hacerse contra la fuerza de las visiones definitivas? A toda costa tenemos que presenciarlas, vivirlas de algún modo, tarde o temprano. Están ahí para nosotros, aguardándonos, pacientemente.

Ocurrió que la enfermera me llevó junto a él y espero en silencio a unos pasos de mí. Me dijo que le hablara, me dijo que le dijera cuánto le quería, me dijo que repitiera su nombre y que le tomara la mano. Me dijo que aunque papá no hablaba estaba segura de que podía escucharme. Pero me quedé sumido en un silencio estupefacto, paralizado del horror, viendo los tubos transparentes que le salían de la boca y la nariz. Las costras sobre el rostro. Los vendajes sangrados. Era como estar suspendido, sobre la copa de un árbol altísimo saturado de cigarras, y tener vértigo, y un miedo terrible, y sentirse completamente indefenso ante ese ruido desquiciado, y creer que se está a punto de caer.

Como no podía hablarle, ni despegar las piernas, con la mano izquierda, en la que sujetaba un cochecito amarillo, empecé a trazar imaginarias rutas sobre los pliegues de la sábana mientras imitaba el run run de su pequeño motor. Avanzaba un poco hacia la cabecera, retrocedía, luego estacionaba mi juguete muy cerca de su mano sin atreverme a tocarla.

Entonces la enfermera se acercó junto a mí, apoyó su mano en mi cabeza, me acarició los cabellos, se inclinó hasta mi oreja y, nuevamente, con una voz muy dulce, me pidió que le hablara. Y yo iba a decir algo en ese momento, lo juro de verdad, porque nada puede hacerse, tampoco, contra las palabras urgentes; basta abrir la boca y entonces todas se suceden atropelladamente, una tras otras, sin gobierno casi. Yo iba a decir algo en ese momento porque, después de todo, uno se acostumbra a la violencia atemperada del rojo. Iba a decir cualquier cosa. Sobre la escuela quizá, o sobre los sueños futuros, o sobre la sopa de lentejas que mi madre había arruinado, sobre las gallinas gordas. No lo sé. Aun ahora, ocasionalmente, me sorprendo pensando en esa especie de colofón que por suerte me había tocado pronunciar en la vida de mi padre, como si con ello imprimiese, de algún modo, una página final y definitiva.

Pero en ese momento, escuche usted bien, en ese momento en el que casi las palabras se asomaban hasta la superficie, y aun que ahora me resulte del todo improbable, o imposible, un petirrojo entró por la ventana abierta de la habitación donde mi padre agonizaba y se posó sobre el pedestal del que colgaban sus sueros y antibióticos, a un lado de la cama, y cantó.

¡Sí! ¡Un petirrojo entro por la ventana y se posó sobre el pedestal y cantó! Esa es la verdad. Y aunque supongo que todo ello fue producto del azar, y aunque desconfío sobremanera de mis recuerdos, y aunque quizá no signifique nada un hecho inédito como ese, absolutamente nada, sigue siendo “mi visión”, mía, sólo mía, ¿entiende? Esa de la que no he podido despojarme a través de tantísimos años, o será que acaso no he querido.

Ahora bien, no voy a decirle ahora que en ese preciso momento mi padre murió. Me resultaría del todo ridículo aderezar aún más una historia tan simple y vulgar como ésta cuando ya he reconocido frente a usted, abiertamente, que padezco de una afectación casi teatral por enrarecer los acontecimientos. Y sin embargo, éstas, aunque no lo creamos, son cosas que pasan de entre muchas posibles. Imagine tan sólo que usted gira la moneda en el extraño mecanismo, déle una vuelta, otra, ponga su mano ahora bajo la pequeña abertura, deje que sea yo quien levante la laminilla metálica, tome sus dulces. Cuántas cosas pueden conjuntarse en un solo momento, ¿no es verdad? Un camión de volteo, por ejemplo, un autobús, una mujer mirando desde la azotea mientras tiende la ropa, la tragedia, los papeles volando. Todo puede ocurrir unísonamente cuando se tiene ocho años: la muerte de un padre, una ventana abierta, un pájaro improbable. Los cuadros perfectos, aunque parezcan horribles, son aquellos en los que ningún elemento desentona en la composición.

Lo cierto es que la agonía se prolongó un par de semanas todavía. Entonces las cosas, poco a poco, regresaron a su cauce. Martina y yo volvimos a la escuela y por las tardes hacíamos la visita de rigor al hospital. Teníamos que seguir pues, de alguna manera, como si nada pasara. La vida es así supongo, un constante disimular el dolor y la alegría. El día que el viejo murió, tío Manuel fue a recogernos a la escuela. En el camino a casa, rodeado de grandes eucaliptos, casi llegando al ingenio azucarero, nos dijo algo sobre la posibilidad de conocer Jalapa, y del puerto, y de un poblado cercano con casas de colores. Nos dijo algo sobre dios, sobre apoyar a mi madre, sobre seguir viviendo, esas cosas.

La historia que se sigue es completamente ordinaria. Haga de cuenta que usted descorre los nudos de una cuerda y luego la tensa y la tensa hasta no poder ver los extremos. Todo ha sido, en cierta forma, como una línea recta sin demasiados sobresaltos. Una línea perfecta, digamos, aunque sea demasiado. Crecimos, hicimos vida, hemos sido más o menos felices o infelices.

No se si ahora me entienda. No sé si estas palabras justifiquen finalmente frente a usted esta rara propensión por las aves. Y sí, ya le dije que puede ser cierto lo que dicen los curadores idiotas. Soy un artista mediocre. Pero puede ser falso también, aunque ello no importe. Puede ser que, como se ha defendido, he agotado los motivos de mis lienzos y ya no queda más. No sé. No seré yo quien absuelva mi trabajo frente a la horda de críticos fariseos. No me interesa. A decir verdad, lo único que puedo decir a favor de mis pinturas, no a favor mío, es que no puedo evitarlas. Digamos que de algún oscuro modo, o luminoso si usted quiere, ellas me gobiernan. Como le he dicho, sucede que existen las visiones definitivas, por más absurdas que parezcan. Sigo pensando, y en esto no temo equivocarme, que la memoria es como un trino inédito que se escucha intermitentemente una y otra vez, y se apaga, y luego vuelve de nuevo. Por otra parte, qué de malo puede haber en que uno pinte pajaritos. ¿Usted qué piensa, se va a llevar el cuadro?

Monday, July 9, 2007

La Justa Dimension

“La mía es más bien una familia triste. Y me gusta. Una familia que, por alguna causa que no alcanzo a comprender completamente, se inclina un poco hacia la fatalidad, hacia la muerte. Digamos que desde que tengo uso de razón, nos seduce un poco hacerle el guiño a la desgracia. Es algo así como el reposado ánimo de esperar que las cosas vayan jodiéndose de a poco sin ningún sobresalto. Es casi como esperar sin oponer resistencia, en silencio, serenamente, con cierta tranquilidad de espíritu, que lo terrible ocurra, o que no ocurra. Se trata de estar prevenido sin apasionamientos, ya sabes. La mía no es como esas familias felices, que las hay, claro que sí (yo conozco algunas), en las que los triunfos, los logros, esos vuelcos impredecibles e ilusorios de la suerte se celebran como fortuitas inauguraciones de mejores períodos, de buenas rachas. No señor. Porque pensamos que todo puede dar un giro imprevisto, y entonces sí, a llorar como huérfanos. Y como por otra parte nunca le hemos rendido culto al futuro, cada bienaventuranza, cada sorpresa, cada dádiva, es más bien recibida con duro y socarrón escepticismo. Sí, eso justamente, un duro escepticismo que después se reblandece, por decir, y que, aunque no deja lugar alguno para la celebración, termina disolviéndose y uno se acostumbra a esa placidez de las cosas, a esa contundencia de los eventos, así sean buenos o malos. Siempre he creído que es mejor no esperar nada de la vida ¿ves?, porque así puede uno mantener la cordura, y eso es lo verdaderamente importante, ¿no?, mantener la cordura. Supongo que esto es algo como muy Zen, aunque la verdad apenas si conozco sobre doctrinas orientales.”

Todo esto le dije, y acaso algunas otras cosas similares que ya no puedo recordar.

Era un 17 de marzo de 1995 y a Jaime lo acababa de dejar su mujer. Bueno, en realidad hacía mucho tiempo que lo estaba dejando, de a poquito, como si su presencia hubiese empezado a desvanecerse lentamente a través de los días. Como si hubiese, desde el día en que las cosas se jodieron (porque siempre hay un día, aunque uno ni se de por enterado), empezado a perder sustancia, a hacerse lívida, transparente. Así que esa tarde que Jaime me llamó a la oficina, borrachísimo, para decirme que Carmen se había ido finalmente de la casa, fue como sentir un deja vú. Luego nos quedamos en silencio, que es lo mejor que uno puede hacer en tales casos, y enseguida me pidió que lo acompañara a beber. Estaba llorando.

Y como a mí me gusta beber (tengo que reconocerlo), y ese día estaba completamente harto de mi trabajo, y soy además, lo que se dice, un buen amigo, pues dejé mis pendientes a medias y me dirigí hacia su casa.

Jaime tenía la cara de un muerto. Es decir, de un muerto más o menos decente, no vayan a creer. Ojeroso sí, y los parpados hinchados de llorar, y la nariz enrojecida y todo eso, pero todavía con el traje puesto y la corbata anudada. Y ya se sabe que el hábito no hace al monje, pero digo, no es lo mismo hacer el berrinchito en harapos que enfundado en un conjunto de Hermenegildo Zegna de casi 25 mil pesos.

No nos dijimos nada cuando la puerta se abrió. Jaime se limpió las narices sin apenas mirarme, me dio la espalda inmediatamente, y uno atrás del otro empezamos a avanzar por la casona. Pasamos por el recibidor, la salita de estar, luego por un largo pasillo, un jardín interior con una fuente de ranas de cantera, y luego, tras subir unas angostas escalinatas, nos instalamos en la sala principal que daba al parque. ―Sírvete lo que quieras―, me dijo. Y yo me serví.

Luego encendimos un par de cigarrillos y tras unos minutos él empezó a contarme, mientras la barbilla le temblaba y el labio inferior se dibujaba como una u invertida, aquella historia gris y aburridísima de la que ya conocía hasta los más íntimos detalles. Pero de todos modos lo escuché con silenciosa reserva y aun fingí un poco de asombro y puede que hasta pesadumbre. La historia, de lo más simple, era más o menos así:

Jaime había conocido a Carmen en la universidad. Él acababa de ingresar a la escuela de contaduría pública y ella se encontraba en un curso propedéutico en la facultad de arquitectura y artes. Tenían un amigo en común, como le ocurre a todo mundo, que un día cualquiera, en una fiesta, los presentó. Esa fue la primera vez que Jaime probó la mariguana. Y fue Carmen precisamente, aunque suene a cliché, quien se la proporcionó. Así que pasaron esa noche en un coloquio más o menos cerrado y se gustaron y empezaron a salir algunos días después. Carmen era de ese tipo de mujeres vigorosas que se ríen abiertamente enseñando los dientes y que dan la extraña impresión de siempre encontrarse ocupadas, como si anduvieran en miles de cosas simultáneamente, aunque nunca demuestren el menor indicio de estrés o abatimiento. Jaime, por su parte, siempre me pareció de naturaleza flemática. Una naturaleza que, por otro lado, trataba de ocultar constantemente, intentando esto y aquello, como si se avergonzara ante los otros de su propia modorra. Cosa que a mí, en general, me parece de lo más ordinario.

De modo que Carmen se convirtió en una especie de imán particular. Algo como una fuente de inagotable vitalidad para Jaime. Después hasta daba un poco de gracia verlos juntos en los talleres libres de la universidad. Ella grande y luminosa abriéndose paso entre la gente de la facultad y él como un perrillo faldero que la seguía a todas partes meneando la cola. Él, que nunca había hecho absolutamente nada, hablando de pronto de la inefable experiencia de interpretar a Chéjov y ella asintiendo. Daba un poco de gracia, y luego de tristeza, y ya después no daba nada, ver como Jaime, a las primeras de cambio, abandonaba los cursos y luego se interesaba en otros tantos. Del teatro a la acuarela, luego a la viola, luego al violín, a la comida china, a la serigrafía. Ahora que lo pienso, era como si Jaime se propusiera de súbito el absurdo propósito de horadar un bloque de granito utilizando un alfiler. Y luego, cuando a pesar de todo llevaba ya la mitad del camino recorrido, cuando ya había dibujado sobre la piedra una línea de considerables dimensiones que todos aplaudíamos, a causa de su tesón, no de la piedra, se detenía en seco, confundido, y arrojaba lejos de sí, como si entonces careciera de sentido, el trabajo empezado. Y todo ese recomenzar, una y otra vez, aunque no se daba cuenta, le cansaba infinitamente. Y fue así también, sin darse cuenta, que Carmen resultó embarazada y tuvieron que casarse. Entonces sí que las cosas cambiaron verdaderamente. El padre de Jaime, que de alguna manera estaba relacionado con no sé que empresarios, le consiguió un empleo muy bien remunerado. Y Jaime empezó a trabajar por las mañanas y a estudiar por las tardes. Y tuvieron un hijo. Y le pusieron Martín. Y Jaime logró posicionarse poco a poco en los altos escaños del consorcio. Y se compró una casa (una casa muy linda hay que decir). Y trabajó mucho y amasó una fortuna que no ha dejado de crecer. Y luego la pareja flotó y flotó en un mar de agua calma, y a veces turbulenta. Y se acabó el amor, por esto y por aquello y aquello otro, o fue el amor de ella solamente, ya no sé. Y luego el barco, su diminuto barco, un día como todos, empezó a hundirse, lenta e irremisiblemente. Y eso es todo, creo.

En cuanto a mí, pues, yo era de los tipos que nunca hacían nada en realidad. Pero estaba conforme. De modo que cuando Jaime me reñía, y argumentaba no entender el porqué de mi total indolencia ante la vida, simplemente me cruzaba de brazos y decía, con absoluto dominio de mis propias emociones, que nada tenía sentido, que no había razón alguna, que ya veríamos. Y eso era cierto. Yo prefería no emocionarme. Pero estaba bien. Digo, uno podía elegir conmoverse hasta las lágrimas, una noche cualquiera, perdido en el anonimato de un teatro lleno, escuchando no sé, un concierto de Cecilia Bartoli por ejemplo. Y no había nada en ello, ciertamente, que pudiera censurarse. Pero tampoco lo había, y de ello estoy seguro, en decidir quedarse en casa y freír unas chuletas y ver el noticiero con una taza de café mientras los tickets del evento (que algún amigo como Jaime había comprado) se quedaban olvidados en alguno de los cajones de la mesita de noche.

A mi me gusta estar en casa y comer chuletas, esa es la verdad. Y supongo que a Jaime le gustaba también, aunque no lo dijera. Y digo que le gustaba porque en muchas ocasiones, en las que llegaba a casa poseído por mortal abatimiento, se quedaba conmigo unas horas y compartíamos la mesa. Luego bebíamos café y fumábamos frente al televisor hasta que las barras de colores anunciaban el fin de la programación.

Yo soy de esos tipos que piensan que nunca nada va a ocurrir. Es decir, nada bueno. Supongo que, aunque suene incomprensible, lo único bueno que nos pasa en la vida es que nos saquen del vientre. Lo demás es una cadena constante de equívocos y sufrimientos. Y eso lo creo de una forma tan acabada que muy difícilmente pierdo los estribos ante cualquier eventualidad. Pasa que ya las veo venir. Las tres o cuatro veces que me han despedido en el curso de los últimos diez años, por mencionar algún ejemplo, siempre estuve preparado para ello. No objeté nada, sólo tomé mis cosas, pasé por mi liquidación, y me marché. Me comporté del mismo modo cuando murió mi gemelo. Cuando descubrí que mi última pareja me engañaba. Cuando no pude entrar a la maestría. Cuando no califiqué para ser notario público. Cuando perdí los incisivos en el choque, en Colima, aunque después me los pusieron otra vez. Cuando me dijo el doctor que yo era, es decir que soy, pre diabético. No pasó nada, incluso, cuando por esa cosa suya de estar y no estar al mismo tiempo, creí que Jaime era homosexual y dije que me gustaba. Él sí se puso loco. Yo me tomé muy normal su negativa y al otro día estaba hablando con él en la universidad como si nada pasara. Pero no es que sea yo un insensible. Claro que no. A veces me río, sí. Y a veces también me da lástima la gente. Pero no toda.

El caso es que Carmen se había ido llevándose al niño. Y Jaime estaba destrozado. Y yo estaba bebiendo brandy con soda en un vasito de vidrio soplado de color azul. El caso es que Jaime, luego que terminé de referir la historia sobre la clarísima propensión de mi familia a la tragedia, se quedó callado un ratito, y luego, muy enojado, como si todo el asunto de esa borrachera se tratara de mí y no de él, me dijo que yo era el tipo más pusilánime, gris y cobarde que había conocido en toda su vida. Cuando dijo “toda su vida”, alargó las palabras de un modo que en ese momento me hizo gracia. Dijo después que yo estaba muerto en vida y cosas por el estilo, lugares comunes. Yo sólo seguía bebiendo pequeños sorbitos en silencio. Yo seguía mirando, alternativamente, desde el sofá, el interior de su sala, muy diferente de la mía y de mi pequeño sueldito, y las ventanas que daban al parque, y luego el parque o lo que alcanzaba a ver de los árboles del parque, y luego el vaso de vidrio soplado, y luego el techo, y luego a Jaime.

En uno de esos momentos, cuando parecía que Jaime iba a soltarse llorando nuevamente, me dijo, muy conmovido, que sí pasaba, que el asunto de la vida, el verdadero asunto, era que sí pasaban cosas, y que a veces sólo ocurrían una vez, y eso era lo triste, lo terrible. Y luego dijo que, sobre todo (y esto lo tengo muy presente), había que aprender a ver la vida en su justa dimensión, y que por eso lloraba, porque el la veía, completamente, y nada podía hacer ante ese conocimiento, salvo llorar desamparadamente. Y entonces ya no dijo nada y se puso a berrear como un niño recién destetado, echando fuera de sí flemas y mocos, temblando sobre la alfombra.

Entonces me levanté del sillón, despacito, y volví a girar la tapa de la botella, y me preparé otra cuba. Luego caminé hasta los amplios ventanales, corrí un poco la cortina, y mientras miraba los niños en el parque, y las sirvientas que paseaban a los perros, y un pichón solitario sobre el cableado eléctrico de la calle, me pregunté, aunque fue sólo un segundo porque estaba también ya muy borracho, qué cosa era aquello de la justa dimensión. Después volví a sentarme, y estuve así, oyendo a Jaime, y aquella historia de amor convencional, y gris, y pobre, como todas supongo, hasta que me quedé dormido.