Tuesday, July 24, 2007

Un petirrojo

Para Venecia

Sólo recuerdo que me abrazaba fuertemente de mi madre. Ella lloraba tanto que no podía mantenerse en pie, y alguien, alguno cuyo rostro me parece más impreciso cada vez, le había acercado una silla.

―¿Está segura?―, preguntó la mujer. Y mi madre controló sus espasmos un segundo solamente y dijo sí y se cubrió el rostro con las manos para que los otros no la vieran y reanudó su llanto con más fuerza.

Yo me abrazaba fuertemente de mi madre, recuerdo, cuando aquella mujer me jaló fuertemente desde el brazo, separándonos, y empezó a arrastrarme con ella por un largo pasillo. Recuerdo la luz también, o acaso la sensación de la luz en el rostro, el hormigueo que me producía sobre los párpados un chorro débil que se colaba apenas por las altas ventanas rectangulares. Hace ya tantísimo tiempo.

Y sin embargo, puede ser que esto que digo sea tan solo un engaño de la memoria. Quizá esto que recuerdo, o creo recordar, no sea más que un sueño distante contaminado ya con las imprecisiones que han construido mi vida, o con otros sueños tal vez. Yo era muy pequeño. Así que asegurar algo, cualquier cosa sobre el pasado en este momento, sería tanto como escuchar un breve silbido en la copa de un árbol amazónico y luego identificar, con seguridad absoluta, que ave lo produjo. Hay miles, ¿sabe? Aunque bueno, mentiría si no le dijese que en ese respecto ya estoy un poco versado.

Nunca me ha gustado recordar los eventos en su dimensión justa. Me es preciso reelaborar las escenas de mi vida, una y otra vez; añadir un poco de luz y sombra sobre las circunstancias que han trazado este accidente que soy; unas cuantas pinceladas de color, por decirlo utilizando el argot. Debo decir que siempre he tratado de atenuar, un poco al menos, mi propia vulgaridad, de la que incluso ahora estoy plenamente consciente. Por ello no me extrañaría en absoluto que alguien llegara aquí y desmintiera mis palabras con absoluta autoridad. Alguien podría decirle, por ejemplo, que mi madre no lloraba esa tarde, que se mantuvo ecuánime y completa cuando aquella mujer desconocida me tomó del brazo y me llevó con ella sorteando los obstáculos del pasillo. Alguien podría decir que ya había anochecido y que un tedio absoluto nos empujaba a todos a esperar en silencio que ocurriera cualquier cosa. Alguien podría, finalmente, obligarme al silencio y contar la historia verdadera, si es que aún, a estas alturas, la verdad fuese algo que se pudiera pretender. Nadie hay aquí salvo yo mismo, y sobra advertirle que casi cualquier cosa que pudiese relatar no debe tomarla a pie juntillas. Las certezas resultan casi siempre inaccesibles, aunque uno oponga resistencia. Ahora que lo pienso, no sé dónde escuché que simplemente no se puede no estar equivocado. En fin. Supongamos mejor que esto es parte de un sueño compartido, o una franca exageración, o algo, un rumor tan solo que cualquiera, usted por ejemplo, escucha brevemente, en cualquier sitio, y luego olvida del todo.

El caso es que mi madre dijo sí. Y una enfermera me tomó del brazo y me llevó casi a rastras a la habitación donde agonizaba mi padre. No puedo asegurarlo ahora, pero creo recordar que todos enloquecieron en casa esa tarde. Mi madre, que empezaba a penas a servir la mesa, derramó su sopa sobre la estufa. Dio un grito. La abuela invocó al sagrado corazón atropelladamente. Y Martina, mi hermana mayor, empezó a llorar antes de tiempo. Luego subimos al coche y fuimos al hospital a donde habían llevado a mi padre.

La sala de urgencias se encontraba repleta. Mi padre viajaba en un autobús que lo traía de regreso. Estaba en Chihuahua, de negocios. Y como esa misma mañana había telefoneado para decir que en unas horas estaría con nosotros, mi madre preparó una sopa de lentejas, que yo aborrecía, y puso dentro del horno un par de gallinas gordas untadas con achiote.

Una de las mujeres en la sala, que esperaba también como nosotros alguna noticia, nos puso al tanto de todo. Antes de entrar a la ciudad, en uno de los entronques que conectaban con la paraestatal, un trailer le había cerrado el paso al autobús y éste tuvo que virar con urgencia para evitar el impacto. De cualquier forma el accidente había sido desastroso. La gran caja de metal dio vueltas sobre su propio eje una y otra vez. Muertos y más muertos. Sólo unos cuantos heridos en esa nómina de la desgracia.

Esa ha sido siempre la información preliminar, solamente. Y digo eso porque pudieron haber ocurrido tantísimas cosas que nunca se supieron. Trato de imaginar, por ejemplo, lo que pensaba mi padre antes del choque. Trato de pensar en el sonido de las llantas derrapando y en los cristales quebrándose al impactar el asfalto. Imagino el noc noc de las pequeñas piedras estrellándose contra las láminas del autobús del norte, los rostros, los pequeños aullidos de la agonía bajo los hierros retorcidos. Luego los coches detenidos en la distancia. Las mujeres llevándose las manos al rostro. Alguien, algunos, aterrados, invocando los distintos nombres del espanto. No debería imaginar estas cosas, es cierto, pero no puedo evitarlo.

Mucho tiempo después, durante las noches, una serie de escenas recurrentes me asaltaban en sueños. Era la imagen de mi padre sobre su asiento, durante el choque, abrazando su maletín de cuero, tratando de mantener la cordura, como siempre hacía, mientras todo el arsenal de recuerdos pasaba frente así, como dicen que ocurre en el último momento. Y yo podía ver sus recuerdos, absolutamente todos. Veía también su legajo de papeles proyectados como palomas manchadas fuera del maletín, fuera del autobús, desperdigándose sobre la cinta asfáltica, tomando vuelo, tímidamente, ascendiendo hasta perderse allá, muy arriba. Ahora me parecen imaginaciones que no vienen al caso, que no importan.

Tres días, una semana, un mes, no lo sé. Me es imposible precisarle cuanto tiempo estuvo agonizando y cuanto nosotros ahí, junto a él, esperando uno de los dos desenlaces probables. Piense que la memoria es algo sumamente flexible y errático. Y aunque el dolor no debía ser poco, yo me recuerdo jugando con mis pequeños coches sobre la duela del hospital. Corriendo entre las salas, escondiéndome de Martina, mi hermana mayor, o acaso buscándola. Las generalidades de esta historia cada vez me resultan más inconsistentes. Y aunque es cierto que ahora mismo podría telefonear a mi hermana y preguntar algunos datos precisos, ello no es necesario. Es probable que tampoco recuerde los eventos con exactitud. En cuanto a mi madre, pues hace mucho tiempo que no puede responder nada acerca de nada.

Además, viéndolo ahora en su justa dimensión, no es que la muerte de mi padre sea tan fundamental en realidad. Todo mundo tiene un padre y una madre, una familia, que luego empieza a perder, lenta o rápidamente, en las circunstancias más diversas. Digamos que esa es la trama general, simple, sobre la que se cimienta el menudo tejido de mi vida y la de usted. Acaso la única diferencia entre nosotros sea que yo me encuentro transcribiendo, con evidentes deformaciones, la parte que me toca. A decir verdad, la muerte de mi padre, tan concreta y dura, que debió haberlo sido en su momento, tan irrebatible, no es el centro de este relato.

El caso es que mi padre, en uno de los pocos momentos de lucidez que gozó luego del accidente, pidió vernos a todos antes de sumirse en un sopor de muerte del que ya no regresaría. El tío Manuel, hermano de mi padre, vino desde Jalapa. Y luego la tía Rosa, y el tío Roberto, y finalmente Mariana, la hermana más pequeña, que viajó desde el D. F.

Uno a uno fueron conducidos hasta la habitación donde el viejo agonizaba. Primero mi madre, luego sus hermanos, luego Martina. Por alguna extraña causa, o quizá por un descuido me dejaron al final. Y fue hasta ese último momento, precisamente, que me llené de miedo. Yo entendía alguna cosa del dolor, es cierto, aunque fuese de manera precaria, y esa era la razón precisamente de que no me resultara incomprensible el ver a mi familia completamente deshecha, sus ojos enrojecidos, el llanto, los abrazos constantes. Estará de acuerdo conmigo, sin embargo, en que ver y saber son dos actos completamente distintos. Espero que no objete si le digo que media entre ellos una pequeña y terrible diferencia. Sucede que a veces el color, la limpieza del trazo, su estructura primordial, impresionan más que las palabras, que los conceptos.

De cualquier modo, cuando llegó mi turno, la enfermera preguntó si alguien de los mayores me acompañaría hasta terapia intensiva. Pero todos se quedaron callados. Yo traté, entonces, de resistirme. Recuerdo que empecé a llorar y a gritar con todas mis fuerzas que no quería ver al viejo. Me tiré al suelo y me agarré de una silla pero ellos me obligaron a levantarme. Y fue entonces cuando me abracé de mi madre. ¿Ve cómo nada puede hacerse contra la fuerza de las visiones definitivas? A toda costa tenemos que presenciarlas, vivirlas de algún modo, tarde o temprano. Están ahí para nosotros, aguardándonos, pacientemente.

Ocurrió que la enfermera me llevó junto a él y espero en silencio a unos pasos de mí. Me dijo que le hablara, me dijo que le dijera cuánto le quería, me dijo que repitiera su nombre y que le tomara la mano. Me dijo que aunque papá no hablaba estaba segura de que podía escucharme. Pero me quedé sumido en un silencio estupefacto, paralizado del horror, viendo los tubos transparentes que le salían de la boca y la nariz. Las costras sobre el rostro. Los vendajes sangrados. Era como estar suspendido, sobre la copa de un árbol altísimo saturado de cigarras, y tener vértigo, y un miedo terrible, y sentirse completamente indefenso ante ese ruido desquiciado, y creer que se está a punto de caer.

Como no podía hablarle, ni despegar las piernas, con la mano izquierda, en la que sujetaba un cochecito amarillo, empecé a trazar imaginarias rutas sobre los pliegues de la sábana mientras imitaba el run run de su pequeño motor. Avanzaba un poco hacia la cabecera, retrocedía, luego estacionaba mi juguete muy cerca de su mano sin atreverme a tocarla.

Entonces la enfermera se acercó junto a mí, apoyó su mano en mi cabeza, me acarició los cabellos, se inclinó hasta mi oreja y, nuevamente, con una voz muy dulce, me pidió que le hablara. Y yo iba a decir algo en ese momento, lo juro de verdad, porque nada puede hacerse, tampoco, contra las palabras urgentes; basta abrir la boca y entonces todas se suceden atropelladamente, una tras otras, sin gobierno casi. Yo iba a decir algo en ese momento porque, después de todo, uno se acostumbra a la violencia atemperada del rojo. Iba a decir cualquier cosa. Sobre la escuela quizá, o sobre los sueños futuros, o sobre la sopa de lentejas que mi madre había arruinado, sobre las gallinas gordas. No lo sé. Aun ahora, ocasionalmente, me sorprendo pensando en esa especie de colofón que por suerte me había tocado pronunciar en la vida de mi padre, como si con ello imprimiese, de algún modo, una página final y definitiva.

Pero en ese momento, escuche usted bien, en ese momento en el que casi las palabras se asomaban hasta la superficie, y aun que ahora me resulte del todo improbable, o imposible, un petirrojo entró por la ventana abierta de la habitación donde mi padre agonizaba y se posó sobre el pedestal del que colgaban sus sueros y antibióticos, a un lado de la cama, y cantó.

¡Sí! ¡Un petirrojo entro por la ventana y se posó sobre el pedestal y cantó! Esa es la verdad. Y aunque supongo que todo ello fue producto del azar, y aunque desconfío sobremanera de mis recuerdos, y aunque quizá no signifique nada un hecho inédito como ese, absolutamente nada, sigue siendo “mi visión”, mía, sólo mía, ¿entiende? Esa de la que no he podido despojarme a través de tantísimos años, o será que acaso no he querido.

Ahora bien, no voy a decirle ahora que en ese preciso momento mi padre murió. Me resultaría del todo ridículo aderezar aún más una historia tan simple y vulgar como ésta cuando ya he reconocido frente a usted, abiertamente, que padezco de una afectación casi teatral por enrarecer los acontecimientos. Y sin embargo, éstas, aunque no lo creamos, son cosas que pasan de entre muchas posibles. Imagine tan sólo que usted gira la moneda en el extraño mecanismo, déle una vuelta, otra, ponga su mano ahora bajo la pequeña abertura, deje que sea yo quien levante la laminilla metálica, tome sus dulces. Cuántas cosas pueden conjuntarse en un solo momento, ¿no es verdad? Un camión de volteo, por ejemplo, un autobús, una mujer mirando desde la azotea mientras tiende la ropa, la tragedia, los papeles volando. Todo puede ocurrir unísonamente cuando se tiene ocho años: la muerte de un padre, una ventana abierta, un pájaro improbable. Los cuadros perfectos, aunque parezcan horribles, son aquellos en los que ningún elemento desentona en la composición.

Lo cierto es que la agonía se prolongó un par de semanas todavía. Entonces las cosas, poco a poco, regresaron a su cauce. Martina y yo volvimos a la escuela y por las tardes hacíamos la visita de rigor al hospital. Teníamos que seguir pues, de alguna manera, como si nada pasara. La vida es así supongo, un constante disimular el dolor y la alegría. El día que el viejo murió, tío Manuel fue a recogernos a la escuela. En el camino a casa, rodeado de grandes eucaliptos, casi llegando al ingenio azucarero, nos dijo algo sobre la posibilidad de conocer Jalapa, y del puerto, y de un poblado cercano con casas de colores. Nos dijo algo sobre dios, sobre apoyar a mi madre, sobre seguir viviendo, esas cosas.

La historia que se sigue es completamente ordinaria. Haga de cuenta que usted descorre los nudos de una cuerda y luego la tensa y la tensa hasta no poder ver los extremos. Todo ha sido, en cierta forma, como una línea recta sin demasiados sobresaltos. Una línea perfecta, digamos, aunque sea demasiado. Crecimos, hicimos vida, hemos sido más o menos felices o infelices.

No se si ahora me entienda. No sé si estas palabras justifiquen finalmente frente a usted esta rara propensión por las aves. Y sí, ya le dije que puede ser cierto lo que dicen los curadores idiotas. Soy un artista mediocre. Pero puede ser falso también, aunque ello no importe. Puede ser que, como se ha defendido, he agotado los motivos de mis lienzos y ya no queda más. No sé. No seré yo quien absuelva mi trabajo frente a la horda de críticos fariseos. No me interesa. A decir verdad, lo único que puedo decir a favor de mis pinturas, no a favor mío, es que no puedo evitarlas. Digamos que de algún oscuro modo, o luminoso si usted quiere, ellas me gobiernan. Como le he dicho, sucede que existen las visiones definitivas, por más absurdas que parezcan. Sigo pensando, y en esto no temo equivocarme, que la memoria es como un trino inédito que se escucha intermitentemente una y otra vez, y se apaga, y luego vuelve de nuevo. Por otra parte, qué de malo puede haber en que uno pinte pajaritos. ¿Usted qué piensa, se va a llevar el cuadro?

10 comments:

overcast said...

compraría ese cuadro, esa historia de aves insólitas atravezando el tiempo.
me latió mucho.

Francisco de Quevedo y Villegas said...

Dais grima. No sé quienes son peores, vos o esos que os adulan. Un chapuzón en Rulfo no os haría nada mal. Sería un buen astringente.

saludos Cauallero Moro

Omar Bravo said...

jeje

Tadeus said...

Quise decirte que eres un buen vendedor, inventar toda esa larga y trágica historia para hacer espacio en la galeria para colgar un cuadro nuevo, es evocar la lástima en el comprador; que la música y la soledad en la oficina me distrajeron mientras leía tu texto...pero te dije otra cosa, te pregunté si eras gringo.

venecia lopez said...

Un pajarito más, Omar. Un beso.
http://veneciou.blogspot.com/2007/08/blog-post.html

mar adentro said...

Ojalá hubiera un ave para cada uno en esos momentos en los que la vida da vueltas, un pajarito que en vez de dejarnos hablar, cantara por nosotros.

Estoy de acuerdo, después de escuchar esta historia seguro compraría el cuadro, lo colgaría esperando escuchar su canto y tu voz detrás de él.

Pío Daniel said...

eso digo pio pio como pajaro a la fregada que soy lero lero capu i lero sound love u read in amigoslos quiero desde el rio bravo a las acuosas vias de venecia salud...

Pío Daniel said...

si definitivamente es muy buena historia de aves...cierto por

overcast said...

ya pon algo huevon. y ese quevedo anacrónico psssssst.

Nina Mier said...

Espero que sigas escribiendo, está muy bueno tu blog.
Te escribo para desearte unos felices días llenos de mor, cariño, familia, comida, vino, cerveza, sexo y todo lo que el cuerpo pida. Un abrazo. Feliz año 2008, lleno de prosperidad.