Tuesday, June 19, 2007

El perro de oro

Lo primero que vimos fue el gran hocico del perro. Una protuberancia dorada,el grueso y simétrico cono repleta de finillos pelillos de oro macizo que se ondulaban pendularmente a medida que el animal se aproximaba hacia nosotros, rechinando. Dirigiendo aquí y allá sus dos ojillos cristalinos de una plata purísima, el perro de oro se abría paso entre la gente, olisqueando el aire. Nadie pareció sorprenderse en un principio por la aparición de la bestia metálica. Incluso a mí mismo me bastaron un par de segundos solamente para habituarme a su presencia repentina. “Bonito perro de oro” me dije de pronto, y enseguida me sorprendió la velocidad con que mis pensamientos se alejaron voluntariosos tras otros derroteros, fluctuando alternativamente entre los pendientes irresueltos de la víspera, la llamada que debía de realizar a casa esa misma noche y el calor sofocante del autobús en el que, a falta de asientos disponibles, viajaba de pie.

Iba hasta la ciudad de L a cobrar el dinero de la venta de mi hermana. Esa tarde, cuando abordé la unidad, ésta ya se encontraba repleta de viajantes: pequeños campesinos vietnamitas enfundados en sus sobretodos pardos y sus sombreros cónicos y costureras coreanas de manos delicadas y graciosas. El viaje, que el autobús hacía dos veces al mes a la ciudad de L, era largo, muy largo. El punto de partida se encontraba en Río rojo, la ciudad del manantial. En el transcurso, que debía durar aproximadamente una semana completa, la pequeña unidad atravesaría un centenar de pequeñas poblaciones ocultas en la selva espesa, muchas de las cuales ni siquiera poseían un nombre distintivo todavía y que ocasionalmente llegaban a disolverse con la misma rapidez con la que se habían formado. Nosotros vivíamos en F, que era una de las últimas y más estables poblaciones que el autobús visitaría en su soporífero recorrido hacía L.

La tarde que abordé la unidad mi padre me acompañó hasta la estación y permaneció en silencio junto a mí largo rato, recargado en la gruesa baranda despintada del andén, esperando que la máquina arrancara, iniciara su marcha, tomara una calle y luego otra, y otra más, y se perdiera por fin de su vista vidriosa mientras él agitaba la mano derecha (a la que por otra parte le faltaba el dedo medio desde que había ocurrido aquel terrible incidente) a la altura del pecho.

Yo iba a L a reclamar el dinero de la venta de la hija primogénita de mis padres. Y en eso y otras cosas entretenía mis pensamientos cuando el autobús realizó una de las últimas paradas antes de llegar a su destino. En un par de segundos la puerta del autobús se abrió trabajosamente con un sonido seco y molesto. Y fue cuando ocurrió, todo en un instante, como ocurren los milagros, o la muerte. Pero sucedió que el viaje tan largo, el hambre, el somnífero aroma de los olores que la vecindad de tantos cuerpos sudorosos había causado a través de los días, impidieron que los viajantes prestaran al extraño suceso algo que fuese más allá de una atención ordinaria y desinteresada. Por otra parte, el camión iba tan lleno que, incluso aunque lo hubiesen deseado, los ocupantes de los últimos asientos no habrían podido percatarse del arribo inédito del animal dorado. Sólo los que estábamos muy cerca de la puerta le vimos a cabalidad, completamente, como si éste fuese una joya gigante en movimiento, una enorme bola de oro con vida y aliento propios entrando en nuestro campo de visión con toda naturalidad.

Era un hermoso perro de oro macizo caminando sobre sus cuatro patas articuladas, no muy grande ni muy pequeño, despidiendo luminosos destellos aquí y allá a través de la densa filigrana de oro puro que le cubría completamente. Miles y miles de pelillos iridiscentes entrechocando unos con otros, produciendo una avalancha de agudas notas metálicas, como si fuesen pepitas de oro que alguno liberara poco a poco desde un saco repleto de ellas. Los ojos del animal eran dos perfectas canicas estriadas de plata, y estaban rematadas al centro cada una con algo que semejaba una delicada esferilla tallada en esmeralda. Los colmillos, que le asomaban alternativamente a través de las oscilaciones del pelambre, estaban forjados en lustroso acero inoxidable.

Pero el asunto, la continuación del asunto es decir, es que el perro no abordó solo la unidad en la que yo viajaba a L desde hacía un par de horas. Incluso aunque se tratara de un caso como éste, es decir de un perro de oro, es seguro que ningún conductor se detendría en medio de la nada sólo para recoger a un animal (un animal-artefacto en este caso), sobre todo en estos tiempos, en los que abundan las historias acerca de señuelos irresistibles que han sido dejados por ladrones desalmados a las orillas de la carretera, sólo con el fin de timar conductores incautos y ambiciosos. El caso es que, luego de dar un par de holgadas vueltas alrededor del cuello del animal, una larga correa de cuero se proyectaba hacia atrás, tensándose, dibujando una línea recta suspendida, una diagonal un poco floja cuyo último extremo desaparecía finalmente entre los dedos de una mano, dentro del puño de una mano para ser más precisos, que se cerraba firmemente sobre sí. Era una mano blanca, muy blanca. Y esta mano blanquísima, que sujetaba la correa, se conectaba a través de la muñeca con un brazo delgado y titubeante, cubierto aquí y allá de diminutas pecas. Este brazo pertenecía a una mujer. Es decir, el brazo estaba pegado completamente al menudo cuerpo de una mujer ciega que caminaba atrás del animal, apenas a unos pasos.

El conductor, como si dudara de pronto de la ceguera de la chica, de la visión de ese animal que refulgía como un carbón encendido, o como si se encontrase de pronto en medio de profundas y plácidas ensoñaciones, debidas quizá a más de 130 horas ininterrumpidas al volante, detuvo completamente la unidad y se la quedó mirando en silencio con la boca abierta y los ojos extraviados, como sin mirarla.

―¿Pasa algo?―, aventuró la chica.

Pero el hombre se limitó a poner el motor de nuevo en marcha y a escupir en el suelo. Luego, viendo que ninguno de los viajeros cedía su lugar a la joven incapacitada, gruñó de manera violenta a una anciana que se encontraba sentada cerca de mí y la obligó a levantarse con un par de palabras en una lengua que hasta ese momento yo desconocía. La anciana, que tendría quizá algunos 90 años, se irguió lenta y trabajosamente; luego, poco a poco, tratando de sostenerse sobre un par de piernas inservibles de tan reumáticas, se dirigió hacia atrás, hacia la parte posterior del autobús, donde a esa hora un grupo de pasajeros se gastaban bromas inocentes, compartían viandas de arroz, frutos deshidratados, cigarros y licor. Contrario a lo que en ese momento pude imaginar, el chico que iba sentado a un lado de la mujer no hizo el menor movimiento para evitar que ésta abandonara su lugar. De modo que la vieja, a medida que caminaba temblorosamente importunando los viajeros que trataban de dormitar en sus asientos, sin hacer caso a las moscas que se les pegaban en las comisuras húmedas de la boca, no paraba de disculparse en un inglés ronco y mal articulado.

―Em sorre, em sorre, em sorre―, decía.

Y esa fue la manera en que la chica ciega del perro de oro pudo sentarse justo a un lado mío durante mi viaje a la ciudad de L. Pero todavía tuvieron que pasar unos minutos para que me atreviera a dirigirle unas tímidas palabras. Primero la observé en silencio durante un largo, larguísimo rato. Tenía las orejas pequeñas y la nariz afilada. Su cabello, que se dividía en dos perfectas crenchas desde la coronilla, caía a ambos lados de su rostro pecoso y oval convertido en dos gruesas trenzas. Los labios, pálidos y delgados, parecían dibujar el gesto de una duda al apretarse. Entonces, luego de pensármelo, me atreví a iniciar nuestra conversación con las preguntas más estúpidas que en ese momento se me pudieron haber ocurrido, dadas las circunstancias.

―¿Es éste un perro de oro?

―¿Eh?, ¿me habla usted a mí?

―Sí, le hablo a usted. ¿Es el suyo un perro de oro?

―¿Éste?, ―y entonces lo tocó, como cerciorándose de que el artefacto continuara allí, a un lado suyo, ―¿está usted refiriéndose a mi perro?

―Sí. Me refiero a su perro. ¿Es el suyo un perro de oro?

―Sí. Es un perro de oro.

Luego hice una pausa.

―¿Es usted ciega de nacimiento?

―No. Una vez pude ver. Pero eso fue hace tanto tiempo que la verdad ya no me acuerdo como es que era eso de “ver”―. Luego me soltó una pregunta que me dejó callado por unos instantes y para la que incluso ahora no me siento preparado.

―¿Cómo es?―, me dijo.

―¿Cómo es qué?

―Ver. ¿Cómo es “ver” para usted?

―Pues no lo sé… ver es como…, es decir, no sé, se puede ver o no. Y así, es todo, supongo.

―Sí, tiene razón. Es lo mismo que no ver.

El animal ahora ocultaba su secreto mecanismo de pernos, tornillos y tuercas de metales preciosos bajo el asiento. En la posición en que me hallaba solo podía ver una parte de su hocico que sobresalía de entre los gruesos pliegues del vestido de la chica, su lengua saliente, la punta alborotada de la cola.

―¿Puedo tocarlo?―, aventuré.

―Sí, seguro―, dijo ella.

―¿No me morderá?―

―No, no tema. Este es un perro bastante educado.

―¿Es chico o chica?―, continué.

―¿Cómo?―

―Quiero decir, ¿es un macho o una hembra?

―Oh!, ya veo―, dijo la chica, divertida,―es un macho―.

Entonces me incliné hacia delante hasta colocar una de mis rodillas en el suelo y extendí mi mano titubeante hacía el cuerpo del animal. Este soltó un pequeño gemido. Luego coloqué mi mano sobre su lomo y la deslicé a través de él descuidadamente, como quien toca una piedra o una caja de latón, y entonces uno de sus desordenados pelillos se me incrustó en la palma abierta provocándome una herida diminuta pero considerablemente dolorosa, como si me hubiesen encajado un alfiler muy dentro de la carne.

La chica advirtió la rapidez con que retiré la mano de la bestia.

―¿Lo mordió?―, preguntó asustada.

―No, no fue eso. Ha sido uno de los pelillos de su lomo.

―Oh sí, discúlpeme, debí advertirle―, dijo ella. ―Hace tiempo que debí haber descardado su pelaje. A veces yo también resultó herida por abrazarlo. Mire mis brazos, ―continuó―. Y enseguida me mostró el mapa de las escoriaciones que el pelaje del perro había dibujado sobre su piel blanquísima.

Entonces acerqué mi mano izquierda hasta su hocico. Un vaho frío y delicado subía por los retorcidos interiores de aluminio y estaño, y se desprendía finalmente en el aire como un vaporcillo blanco y fugaz, inaprehensible.

Luego que me incorporé ninguno de los dos volvió a mencionar una palabra sino hasta mucho tiempo después, cuando había caído ya la noche profunda y los pasajeros dormían, o trataban de hacerlo, en las más incomodas e imposibles posiciones. De vez en vez, desde algún punto indefinible un ronquido sordo rompía el silencio que se había instalado dentro del carromato como una densa presencia. Fue ella quien inició la conversación nuevamente.

―¿Está usted dormido?―, preguntó.

―No, no duermo―, contesté. E iba a repetir la enrevesada explicación de porque siempre me ha sido imposible dormir al viajar en autobús, pero por alguna causa detuve las palabras en el borde de los labios, a punto ya del salto, y esperé a que fuera ella quien continuara hablando.

―¿Por qué razón se dirige usted a L?―, continuó.―Porque uted va a L, ¿no es verdad?

Entonces, durante un tiempo que no puedo precisar, le confié a la chica ciega del perro de oro la recientemente desastrada historia de mi familia. No estoy seguro aún de las razones que me impelieron a descargar con una completa desconocida los extraños sucesos que habían acontecido en el seno de una familia por demás ordinaria y vulgar como la mía. Primero pensé que todo se debió a que mi interlocutora estaba ciega; luego, a que esa noche, la noche de mi viaje, agosto dejaba caer todo su manto de desasosiego sobre mí, su asfixiante perfume de flores podridas, y necesitaba hablar con alguien, aunque fuese un extraño. Mucho tiempo después, haciendo un profundo examen de conciencia, tuve que reconocer que todo se había generado a raíz del extraño avistamiento del animal dorado. La chica había sido amable conmigo, me había dejado acariciarlo, verlo de cerca, aproximar temerariamente mi mano a esa suerte de revelación. Un perro de oro no se ve todos los días, y qué decir de tocarlo. Todo ello bien valía, supongo, un buen par de confesiones inusitadas.

―Voy a L―, dije, ―a cobrar un dinero, el dinero de la venta de mi hermana que ha enloquecido. Hace poco menos de un mes ―continué―, mi hermana enloqueció completamente por razones desconocidas, y en un arranque de rabia de una sola mordida le arrancó a mi padre el dedo medio de su mano derecha. Luego de recibir cientos de diagnósticos desalentadores, y suponiendo la cantidad de infortunios que una hija loca podría acarrearle, mi padre resolvió venderla al dueño de una fábrica de seda.

―¿Y cual ha sido el precio que se ha fijado por su hermana?―, preguntó la chica sin el menor asomo de sorpresa.

―Su peso en plata―.

―¿Y para que se supone que querría el dueño de una fábrica de seda a una chica desquiciada?

―No lo sé. Puedo imaginarlo, si acaso.

―¿Y qué es lo que usted se imagina?

Muchas cosas, muchísimas.

Luego nos quedamos callados otra vez, hasta que llegamos a L. Empezaba a amanecer. El conductor de la unidad grito “L, señores”, y poco a poco todos los pasajeros empezaron a desperezarse, lagañosos y grises. Luego de transitar por un par de calles deslustradas, sucias y angostas, el viejo autobús entró a la estación de L haciendo sonar el claxón. La chica ciega y yo fuimos de los primeros pasajeros en abandonar la unidad. Ninguno de los dos cargaba consigo el más mínimo equipaje.

―¿Y de aquí hacia donde se dirigirá?―, preguntó.

―A ningún lado. El hombre de la fábrica de seda no tardará en llegar, efectuará el pago, y yo, yo simplemente regresaré a casa en el próximo autobús que se dirija a Río Rojo, es decir, en unas cuatro o cinco horas más. ¿Y usted?

―Yo he venido a casarme. He venido a L a casarme. Espero que tenga usted un buen viaje de regreso―. Se limitó a decir. Y luego, agitando una mano a la altura de su pecho, como si adivinara la posición en que nos encontrábamos uno respecto del otro, aunque evidentemente equivocada, se despidió. El perro de oro movio la cola para mí por última vez, y seguido de ella empezó a caminar entre la gente que abarrotaba los andenes sin que estos, hay que decirlo, le prestaran demasiada atención.

A los pocos minutos el hombre de la fábrica que había comprado a mi hermana enloquecida llegó a la estación, efectuó el pago convenido, y sin decir más de lo necesario, dando media vuelta se alejó del lugar. Yo esperé todavía un par de horas el siguiente autobús rumbo a Río Rojo; simplemente anduve caminando por ahí a través de los sucios corredores del edificio, fumando, mordiéndome las uñas, imaginando la utilidad que el dueño de la fábrica de seda podía encontrar en mi joven hermana loca. Luego abordé la misma unidad en la que había llegado y doce horas más tarde estaba en F nuevamente, compartiendo la mesa con padre y madre.

Un par de noches después soñé que el perro de oro, lleno de metálica rabia, cercenaba a dentelladas una de mis manos, y la sangre se convertía en un río imparable a través de la tierra. Esa misma noche soñé también a mi hermana desquiciada, naufragando en la propia oscuridad de su demencia, como una ciega que ha sido abandonada sin su perro lazarillo a las orillas de un río infinito y salvaje que divide la nada en dos territorios inconmensurables.

Monday, June 11, 2007

La Penthouse del mes

El señor Pérez, sesenta años, calvo, barrigón, incontinente, bastantes años ya en el cuerpo editorial de ese periódico menor de esa ciudad sin nombre, a fin de salvarla del momentáneo bloqueo, al que llamaba menstrual, copas de más encima con otros miembros del periódico, le pidió que escribiera, como hacía con todas en semejantes apuros, y sólo como un divertimento inofensivo, un par de líneas sobre sus experiencias sexuales. Esperaba que se quedara pasmada. Pero ella le extendió el texto después de unos minutos, la mano temblorosa, las mejillas hirviendo, el gesto titubeante.

El señor Pérez leyó:

―Me gusta que me digan mami mientras me están penetrando por detrás.

El señor Pérez, hombre famélico, úlcera gástrica, misógino las más de las veces, fervoroso creyente de la medicina oriental, no pudo evitar que la sangre, como una aguja china que se inserta de pronto, tibia, deliciosamente, le hormigueara en el miembro completamente fláccido, habría que decirlo, como una media mojada.

El señor Pérez aclaró la garganta. Compuso el nudo de su corbata ridícula. Miró aquí y allá con sus ojillos de ratón asustado y luego, con un hilo de voz, como si fuese posible que un oído escrutador se encontrase de súbito, desde un rincón cualquiera en la oficina sola, acreditando sus medios, le pidió que abundara, dominándose al punto, un poco más al respecto, que fuese más precisa, que extendiera el relato.

Ella tomó el papel otra vez en sus manos y continuó escribiendo.

El señor Pérez se acomodó en su asiento, ajusto los arillos sobre el puente aguileño de la nariz enorme, secó con un pañuelo el sudor que le empapaba las manos y buscó entre las bolsas de su saco alguna menta. El señor Pérez, mientras ella escribía con un ritmo de vértigo, y completaba una línea y continuaba la otra y llegaba casi ya a la mitad de la página, sentía que un ansia terrible y silenciosa le apretaba el estómago.

Por fin, ella extendió otra vez, con mayor desenvoltura y ahora un brillo singular incubado en sus ojos, el apurado manuscrito.

―Me gusta que me quiten las bragas usando los dientes. Que me muerdan los labios vaginales y me laman las nalgas. Me gusta que me chupen los pezones mientras me están penetrando. Me gusta que me cojan sin condón―. Entre otras cosas similares.

Luego, un par de líneas más abajo, ya para terminar, el señor Pérez, sin dar crédito a lo que sus ojos leían, observó como cambiaba abruptamente la conjugación de los verbos e incluía, tal como él lo había indicado, elementos que añadían a la relación de los hechos una mayor precisión.

―Usted me excita ―, aventuraba ―de una manera incontrolable. Quisiera saborear su enorme miembro entre mis labios y que usted se viniera entre mis pechos mientras me dice mami―. Luego un par de palabras tachadas con violencia y continuaba otra vez. ―Vivo muy cerca de aquí, apenas a unas cuadras, no tengo que quedarme con el puesto. Si la respuesta es sí, lo espero abajo, en el estacionamiento. Traigo un Datsun amarillo del 89.

El señor Pérez, arrellanado en el sillón, disminuido del todo, vuelto sobre su gorda y ulcerosa humanidad, vio como ella se levantó decidida, y como, sin decir una palabra, salió de la oficina contoneando las nalgas exageradamente.

El señor Pérez, un nudo en la garganta, la cabeza un torbellino de escenas inconexas, no daba crédito a lo que sus ojos releían ni a la fuerza con que le latía el corazón.

Apenas un segundo y el señor Pérez se hallaba presionando el botón del ascensor. Apenas un segundo y las puertas se cerraron. Apenas un segundo y su dedo gordo y chato seleccionaba el número indicado. Planta baja. El señor Pérez, mientras la caja de metal descendía por la oscura cavidad del edificio, produciendo ese sonido peculiar que tanto odiaba, pensaba, estupefacto, en su mujer.

Cuando la máquina paró, 15 segundos, quizá más, el señor Pérez había ya recordado el día del matrimonio. El traje azul pastel. El clavel en el ojal. La banda de los músicos pagada por un tío. Canciones de los Apson, César Costa. El ahumado regusto del jamón. El primer hijo, y el otro, y el siguiente. Sus trabajos iniciales como vendedor de suscripciones. Toda su vida.

Camino al estacionamiento, el señor Pérez solo podía pensar en una cosa: una mujer gorda y quejumbrosa que le esperaba en casa. Un monstruo. Una criatura que se le antojaba irreconocible después de tantos años. La diabetes. Varices azules en sitios que desafiaban la probabilidad. Migajas de galletas en la cama. Ronquidos infrahumanos. Polvos de maquillaje, curitas, cottonetes, algodones sangrados sobre la repisa del baño. El tedio absoluto. Casi 10 años sobándose en secreto la flaccidez del miembro. Casi diez años, a hurtadillas, estrujando las suaves, finas, brillantísimas hojas de la Penthouse del mes.

Apenas un segundo y el señor Pérez, con pie plano, enfisema, la ciática insufrible, halitosis recurrente, como si conociera de siempre el camino indicado, se halló apenas a unos pasos del automóvil amarillo. Ella al volante, la vista fija al frente, se encontraba esperándolo.

El señor Pérez, las piernas par de hilachos que no le obedecían, tomó asiento. Y quiso decir algo, alguna cosa, una coquetería por ejemplo, esto es muy inusual, no vaya usted a creer, mire que yo. Pero ella encendió el auto, le dijo que no hablara, y salió del estacionamiento. Afuera se encontraba a punto de llover.

El señor Pérez, vida mezquina y gris como otras tantas, resuelto hasta este punto como nunca lo había estado, apurando un comentario para romper el silencio cuando ella estacionó, le dijo que en efecto su casa estaba cerca, muy cerca se diría, del periódico. Y luego se sintió como un idiota y se bajó del coche.

Apenas en la acera se sonrieron. Ella le dijo venga. Mudo y sombrío, ajeno de sí mismo, como si fuese entonces un manso corderito tras la ubre riquísima, le siguió.

Un piso, dos. Su mujer en casa cortándose las uñas renegridas frente al televisor de la cocina. Tres pisos, cuatro. La humedad insinuándose a cuentagotas en un pene que ya, desacostumbrado del todo, desde hacía unos minutos comenzaba a inflamarse ridículamente. Cinco pisos, seis. El inédito propósito de proveerse de condones a la primera oportunidad.

Un pasillo entonces, alfombrado, el camino al paraíso. La anunciación del gozo. Un paso, y otro, y otro más. El señor Pérez, a punto del espasmo, una mancha marrón creciendo en la entrepierna imperceptiblemente, recordó una de las escenas pornográficas que tanto había mirado en la edición del mes, y le tomó la mano. Ella sonrió.

En el número 85 detuvieron su marcha. Y luego, mientras ella buscaba con apuro las llaves escondidas en el fondo del bolso, Pérez le acariciaba las nalgas y las piernas con los ojos y pensaba, preocupado, en la forma en que debía, una vez dentro del inmueble, quitarse los pantalones. Pérez quería verse, a toda costa, natural. Ella giró la llave, esperó unos segundos como si se lo pensara, y de un sólo empujón, con la punta del pie violentando la hoja, plegó completamente la puerta de madera.

Y quiso el señor Pérez despertarse del sueño, pero ya era muy tarde.

Como si fuese la suya, súbitamente, una lengua que nunca hubiese escuchado, o acaso leído, o incluso los rostros familiares del todo, extranjeros de súbito, el señor Pérez se halló en medio de una nube densa y soporífera. No entendía nada.

―¡Felicidades Pérez!―, le dijeron a coro.

Y luego, como no reaccionaba, bajo el quicio aún, la boca abierta, los ojos extraviados como si fuese un idiota, el corazón al borde del colapso, el director de ese diario mediocre tuvo que aproximarse, sonrisa incorruptible, y sacudirlo un poco tomándolo del hombro.

―Pérez―, le dijo ―¡Felicidades hombre, felicidades! ¡Muchas felicidades! Espero que puedas perdonarnos la bromita, hombre, se le ocurrió a los muchachos para hacerte venir sin que lo sospecharas―. Pérez cumplía sí, y apenas se acordaba, 18 años trabajando en el periódico.

Y mientras aquí y allá sólo se oían sonrisillas burlonas, abiertas carcajadas, algún aplauso, la mujer de Pérez, llena de orgullo o cosa similar, lo esperaba parada en un rincón sujetando su viejísimo bolso de terciopelo verde. Plantada en una esquina como una maceta desbordada, como una flor gigante, mientras mordía un canapé de queso y espinacas, y luego otro y otro más, y tomaba delicados sorbitos de refresco dietético con cierta afectación, se enjugaba las lágrimas, conmovida. La mujer de Pérez sí, tan ancha como el tronco de un baobab recién caído, miraba complacida la forma con que Pérez, lleno de ceremonia, saludaba a los presentes. Y luego, comiendo todavía, mientras éste reía para los otros como solo un muerto puede hacerlo, se preguntaba intrigada el cómo habrían metido esa crema de queso, ligeramente ácida, dentro del panecillo.

―Fue cosa de los muchachos―, le dijo el director.

Y luego ella, cabellera rozándole las nalgas, 31 años, esbelta, esteticista, prima de algún empleado, solicita al pedido, quiso excusarse ―Pérez, discúlpeme, no vaya usted a creer, mire que yo…―.

Y Pérez asintió. ―No se preocupe, señorita, ya me habían advertido―, y otras mentiras como éstas para salir del paso. ―Yo ya sabía, sólo seguí el jueguito, cómo podría pensar―, por decir un ejemplo.

Luego le dieron una placa de madera bruñida y estofada que tenia su nombre escrito y el logo del periódico. Y aplaudieron. Y abrieron más botellas. Y se sintieron felices, o al menos eso parecía.

En el camino a casa, bebido un poco, alegre ya, diríase, Pérez oía a su mujer, borracha y locuacísima, decirle lo encantada que estaba de la fiesta. ―Que buenos compañeros, qué sabrosas botanas, que lindo todo, que guapa secretaria―. Y Pérez asintiendo.

Y ya para dormirse en la seguridad de casa, o lo que eso signifique, sobre la cama queen, los ojos entre abiertos, mientras Pérez pensaba, capricho del ensueño, en la vaca que vio, siendo muchacho, parir en un establo, su mujer preguntó que qué mentira, que cuál treta, cuál recurso había usado aquella mujer guapa para hacerlo llegar al sitio del encuentro.

―Insinuó que se quería acostar conmigo―, dijo Pérez. Y su esposa se rió, unos segundos, y se quedo dormida.

El señor Pérez en un lento, convencido gesto de abandono, de tedio, de pereza, suspiró un par de veces, se rascó la cabeza y abandonó la cama. Luego, sintiendo el borde frío del escusado oprimiéndole las nalgas, la dureza de las rodillas en el pecho, la blancura resplandeciente de los azulejos en el baño, su barriga increíble, mientras imaginaba aquel cuerpo desnudo y delicioso, firme, joven, imposible, se cortó una a una, lenta y trabajosamente, las uñas de los pies.