Monday, June 11, 2007

La Penthouse del mes

El señor Pérez, sesenta años, calvo, barrigón, incontinente, bastantes años ya en el cuerpo editorial de ese periódico menor de esa ciudad sin nombre, a fin de salvarla del momentáneo bloqueo, al que llamaba menstrual, copas de más encima con otros miembros del periódico, le pidió que escribiera, como hacía con todas en semejantes apuros, y sólo como un divertimento inofensivo, un par de líneas sobre sus experiencias sexuales. Esperaba que se quedara pasmada. Pero ella le extendió el texto después de unos minutos, la mano temblorosa, las mejillas hirviendo, el gesto titubeante.

El señor Pérez leyó:

―Me gusta que me digan mami mientras me están penetrando por detrás.

El señor Pérez, hombre famélico, úlcera gástrica, misógino las más de las veces, fervoroso creyente de la medicina oriental, no pudo evitar que la sangre, como una aguja china que se inserta de pronto, tibia, deliciosamente, le hormigueara en el miembro completamente fláccido, habría que decirlo, como una media mojada.

El señor Pérez aclaró la garganta. Compuso el nudo de su corbata ridícula. Miró aquí y allá con sus ojillos de ratón asustado y luego, con un hilo de voz, como si fuese posible que un oído escrutador se encontrase de súbito, desde un rincón cualquiera en la oficina sola, acreditando sus medios, le pidió que abundara, dominándose al punto, un poco más al respecto, que fuese más precisa, que extendiera el relato.

Ella tomó el papel otra vez en sus manos y continuó escribiendo.

El señor Pérez se acomodó en su asiento, ajusto los arillos sobre el puente aguileño de la nariz enorme, secó con un pañuelo el sudor que le empapaba las manos y buscó entre las bolsas de su saco alguna menta. El señor Pérez, mientras ella escribía con un ritmo de vértigo, y completaba una línea y continuaba la otra y llegaba casi ya a la mitad de la página, sentía que un ansia terrible y silenciosa le apretaba el estómago.

Por fin, ella extendió otra vez, con mayor desenvoltura y ahora un brillo singular incubado en sus ojos, el apurado manuscrito.

―Me gusta que me quiten las bragas usando los dientes. Que me muerdan los labios vaginales y me laman las nalgas. Me gusta que me chupen los pezones mientras me están penetrando. Me gusta que me cojan sin condón―. Entre otras cosas similares.

Luego, un par de líneas más abajo, ya para terminar, el señor Pérez, sin dar crédito a lo que sus ojos leían, observó como cambiaba abruptamente la conjugación de los verbos e incluía, tal como él lo había indicado, elementos que añadían a la relación de los hechos una mayor precisión.

―Usted me excita ―, aventuraba ―de una manera incontrolable. Quisiera saborear su enorme miembro entre mis labios y que usted se viniera entre mis pechos mientras me dice mami―. Luego un par de palabras tachadas con violencia y continuaba otra vez. ―Vivo muy cerca de aquí, apenas a unas cuadras, no tengo que quedarme con el puesto. Si la respuesta es sí, lo espero abajo, en el estacionamiento. Traigo un Datsun amarillo del 89.

El señor Pérez, arrellanado en el sillón, disminuido del todo, vuelto sobre su gorda y ulcerosa humanidad, vio como ella se levantó decidida, y como, sin decir una palabra, salió de la oficina contoneando las nalgas exageradamente.

El señor Pérez, un nudo en la garganta, la cabeza un torbellino de escenas inconexas, no daba crédito a lo que sus ojos releían ni a la fuerza con que le latía el corazón.

Apenas un segundo y el señor Pérez se hallaba presionando el botón del ascensor. Apenas un segundo y las puertas se cerraron. Apenas un segundo y su dedo gordo y chato seleccionaba el número indicado. Planta baja. El señor Pérez, mientras la caja de metal descendía por la oscura cavidad del edificio, produciendo ese sonido peculiar que tanto odiaba, pensaba, estupefacto, en su mujer.

Cuando la máquina paró, 15 segundos, quizá más, el señor Pérez había ya recordado el día del matrimonio. El traje azul pastel. El clavel en el ojal. La banda de los músicos pagada por un tío. Canciones de los Apson, César Costa. El ahumado regusto del jamón. El primer hijo, y el otro, y el siguiente. Sus trabajos iniciales como vendedor de suscripciones. Toda su vida.

Camino al estacionamiento, el señor Pérez solo podía pensar en una cosa: una mujer gorda y quejumbrosa que le esperaba en casa. Un monstruo. Una criatura que se le antojaba irreconocible después de tantos años. La diabetes. Varices azules en sitios que desafiaban la probabilidad. Migajas de galletas en la cama. Ronquidos infrahumanos. Polvos de maquillaje, curitas, cottonetes, algodones sangrados sobre la repisa del baño. El tedio absoluto. Casi 10 años sobándose en secreto la flaccidez del miembro. Casi diez años, a hurtadillas, estrujando las suaves, finas, brillantísimas hojas de la Penthouse del mes.

Apenas un segundo y el señor Pérez, con pie plano, enfisema, la ciática insufrible, halitosis recurrente, como si conociera de siempre el camino indicado, se halló apenas a unos pasos del automóvil amarillo. Ella al volante, la vista fija al frente, se encontraba esperándolo.

El señor Pérez, las piernas par de hilachos que no le obedecían, tomó asiento. Y quiso decir algo, alguna cosa, una coquetería por ejemplo, esto es muy inusual, no vaya usted a creer, mire que yo. Pero ella encendió el auto, le dijo que no hablara, y salió del estacionamiento. Afuera se encontraba a punto de llover.

El señor Pérez, vida mezquina y gris como otras tantas, resuelto hasta este punto como nunca lo había estado, apurando un comentario para romper el silencio cuando ella estacionó, le dijo que en efecto su casa estaba cerca, muy cerca se diría, del periódico. Y luego se sintió como un idiota y se bajó del coche.

Apenas en la acera se sonrieron. Ella le dijo venga. Mudo y sombrío, ajeno de sí mismo, como si fuese entonces un manso corderito tras la ubre riquísima, le siguió.

Un piso, dos. Su mujer en casa cortándose las uñas renegridas frente al televisor de la cocina. Tres pisos, cuatro. La humedad insinuándose a cuentagotas en un pene que ya, desacostumbrado del todo, desde hacía unos minutos comenzaba a inflamarse ridículamente. Cinco pisos, seis. El inédito propósito de proveerse de condones a la primera oportunidad.

Un pasillo entonces, alfombrado, el camino al paraíso. La anunciación del gozo. Un paso, y otro, y otro más. El señor Pérez, a punto del espasmo, una mancha marrón creciendo en la entrepierna imperceptiblemente, recordó una de las escenas pornográficas que tanto había mirado en la edición del mes, y le tomó la mano. Ella sonrió.

En el número 85 detuvieron su marcha. Y luego, mientras ella buscaba con apuro las llaves escondidas en el fondo del bolso, Pérez le acariciaba las nalgas y las piernas con los ojos y pensaba, preocupado, en la forma en que debía, una vez dentro del inmueble, quitarse los pantalones. Pérez quería verse, a toda costa, natural. Ella giró la llave, esperó unos segundos como si se lo pensara, y de un sólo empujón, con la punta del pie violentando la hoja, plegó completamente la puerta de madera.

Y quiso el señor Pérez despertarse del sueño, pero ya era muy tarde.

Como si fuese la suya, súbitamente, una lengua que nunca hubiese escuchado, o acaso leído, o incluso los rostros familiares del todo, extranjeros de súbito, el señor Pérez se halló en medio de una nube densa y soporífera. No entendía nada.

―¡Felicidades Pérez!―, le dijeron a coro.

Y luego, como no reaccionaba, bajo el quicio aún, la boca abierta, los ojos extraviados como si fuese un idiota, el corazón al borde del colapso, el director de ese diario mediocre tuvo que aproximarse, sonrisa incorruptible, y sacudirlo un poco tomándolo del hombro.

―Pérez―, le dijo ―¡Felicidades hombre, felicidades! ¡Muchas felicidades! Espero que puedas perdonarnos la bromita, hombre, se le ocurrió a los muchachos para hacerte venir sin que lo sospecharas―. Pérez cumplía sí, y apenas se acordaba, 18 años trabajando en el periódico.

Y mientras aquí y allá sólo se oían sonrisillas burlonas, abiertas carcajadas, algún aplauso, la mujer de Pérez, llena de orgullo o cosa similar, lo esperaba parada en un rincón sujetando su viejísimo bolso de terciopelo verde. Plantada en una esquina como una maceta desbordada, como una flor gigante, mientras mordía un canapé de queso y espinacas, y luego otro y otro más, y tomaba delicados sorbitos de refresco dietético con cierta afectación, se enjugaba las lágrimas, conmovida. La mujer de Pérez sí, tan ancha como el tronco de un baobab recién caído, miraba complacida la forma con que Pérez, lleno de ceremonia, saludaba a los presentes. Y luego, comiendo todavía, mientras éste reía para los otros como solo un muerto puede hacerlo, se preguntaba intrigada el cómo habrían metido esa crema de queso, ligeramente ácida, dentro del panecillo.

―Fue cosa de los muchachos―, le dijo el director.

Y luego ella, cabellera rozándole las nalgas, 31 años, esbelta, esteticista, prima de algún empleado, solicita al pedido, quiso excusarse ―Pérez, discúlpeme, no vaya usted a creer, mire que yo…―.

Y Pérez asintió. ―No se preocupe, señorita, ya me habían advertido―, y otras mentiras como éstas para salir del paso. ―Yo ya sabía, sólo seguí el jueguito, cómo podría pensar―, por decir un ejemplo.

Luego le dieron una placa de madera bruñida y estofada que tenia su nombre escrito y el logo del periódico. Y aplaudieron. Y abrieron más botellas. Y se sintieron felices, o al menos eso parecía.

En el camino a casa, bebido un poco, alegre ya, diríase, Pérez oía a su mujer, borracha y locuacísima, decirle lo encantada que estaba de la fiesta. ―Que buenos compañeros, qué sabrosas botanas, que lindo todo, que guapa secretaria―. Y Pérez asintiendo.

Y ya para dormirse en la seguridad de casa, o lo que eso signifique, sobre la cama queen, los ojos entre abiertos, mientras Pérez pensaba, capricho del ensueño, en la vaca que vio, siendo muchacho, parir en un establo, su mujer preguntó que qué mentira, que cuál treta, cuál recurso había usado aquella mujer guapa para hacerlo llegar al sitio del encuentro.

―Insinuó que se quería acostar conmigo―, dijo Pérez. Y su esposa se rió, unos segundos, y se quedo dormida.

El señor Pérez en un lento, convencido gesto de abandono, de tedio, de pereza, suspiró un par de veces, se rascó la cabeza y abandonó la cama. Luego, sintiendo el borde frío del escusado oprimiéndole las nalgas, la dureza de las rodillas en el pecho, la blancura resplandeciente de los azulejos en el baño, su barriga increíble, mientras imaginaba aquel cuerpo desnudo y delicioso, firme, joven, imposible, se cortó una a una, lenta y trabajosamente, las uñas de los pies.

5 comments:

mar adentro said...

Caramba...cómo puedes escribir algo así, tan triste, tan real...ha sido lo mejor que he encontrado en este día tan lleno de todo.
Felicidades. Me has dejado sin palabras. No sé que voy a hacer con esta tristeza que siento por el señor Perez.

overcast said...

pues a mi se me hizo divertidísimo. cabroncete, como te ha crecido el culo con el que escribes. ta chingon el cuentito. por cierto, ¿ya encontraste al moreno? otro asunto: el editor de altanoche quiere que le mandes textos. se muere por publicar cosas chingonas, vez...jeje. el email es: vichu4@hotmail.com.
mandale algo bro y felicidades. poca madre.

Alfonso López Corral said...

Me decidí, llégale verás. De miedo hermanito.

Al Corral

víctorhugo said...

es cierto lo que dice el detective, esa revistucha necesita -siempre- textos suaves. urrrrge.

saludos.

Joel García said...

eselé mi bravo! me hubiese encantado que en vez de uñas, el señoriíto Pérez (acaso su alter ego? Jeje) se hubiera cortado uno a uno, los pelos fundilleros; que tanto asco provocan -sobre todo- a mujeres entradas en los treintas….y si!, hágale caso al detective ballesteros, mande material, no sea uste egoísta, comparta los textos que tiene a bien escribir…
pd. a mediados de julio me lanzo pal gabacho, así q vaya preparándome senda bienvenida y convite.

Abrazo.