Tuesday, May 22, 2007

Ballena Beluga

Aunque el hombre era viejo, ciertamente, y ya los golpes no le permitían sostenerse en pie, el rostro hinchado, los labios abultados y rotos, la ropa un solo guiñapo raído, ordené de cualquier forma que se le torturara todavía un poco más. Entonces el gordo le conectó unas terminales eléctricas en la piel flácida del abdomen, sobre los genitales, en las orejas, y aplicó una descarga de 600 watts durante cuatro minutos. El hombre sólo se convulsionó unos segundos y cayó desmayado. Hecho ovillo, enroscado sobre el suelo, su cabello erizado despedía un humillo transparente parecido al que mana de la combustión del tabaco. Sus orejas estaban destrozadas, sí, pero desde cierta distancia puedo decir que simulaban dos botones de rosa muy abiertos. Luego pedí que lo desnudaran completamente y lo sumergieran en una de las pilas de agua helada que había mandado construir en la bodega. Como deseaba que el hombre se mantuviera con vida un poco más, por el asunto del interrogatorio, le atamos una cuerda alrededor del tórax y luego la anudamos a una de las altas vigas del techo. Parecía que el hombre flotaba dentro de una gran pila bautismal. Dos horas después, cuando nuestro prisionero pudo recobrar el sentido, volví a interrogarlo. Hice colocar una silla junto al tanque donde se encontraba sumergido, encendí un cigarrillo, le di un par de chupadas y luego lo apagué sobre la blanquísima piel de su pecho surcada por delicados hilillos de sangre. El hombre gimió un par de veces tratando de recuperar el aliento; entonces, con voz firme, repetí la misma pregunta que le habíamos hecho a otros tantos como él, y que a esas alturas nos había mantenido en vilo desde hacía cuatro meses. Hubo un largo silencio. Alguien a mis espaldas carraspeó tímidamente. Alguien más tronó los dedos. Y quizá, en alguna de las habitaciones que se encontraban al trasponer las escaleras, escuché también un estornudo, pero no puedo precisarlo. Lo cierto es que el hombrecillo tenía las mandíbulas desencajadas por la descarga. Lo cierto es que, aunque intentó decir alguna cosa, sólo alcanzó a escupir un par de dientes.

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—Este tipo no va a decirnos nada—, dijo el gordo ―hay que dejarlo―.

—Deja que pase la noche en el tanque y verás si no suelta la lengua mañana tempranito, verás si no se ablanda—, repuse.

— No va a decirnos nada, verás que no—, dijo el gordo.

La mañana siguiente el gordo fue a despertarme muy temprano. Recuerdo haber pensado que, para ser un matón profesional, el gordo se encontraba demasiado excitado. Cuando bajamos al sótano, vi que el hombre permanecía aún colgado de la viga, sumergido en el agua casi completamente. Estaba temblando. El gordo dijo que estaba muriendo. Dijo que el hombre tenía fiebre. Que se veía blanco, blanquísimo, de una manera tétrica. Dijo que, durante gran parte de la madrugada, el hombre había estado arqueándose hacia atrás con mucha violencia, como si se columpiara. Todo eso había visto. Dijo, finalmente, que todo era una terrible equivocación. —Terrible—, dijo.

El caso es que el gordo estaba a punto de explicarme qué cosa era aquello de la terrible equivocación cuando el hombre abrió los ojos, completamente perlados por la fiebre. El hombre abrió sus ojillos ciegos de pescado y mirando quizá un punto indefinible en su propio vacío, o presintiendo la proximidad de la muerte, o esperanzado todavía de vivir al menos otro poco, o puede ser que inconsciente del todo, empezó a hablar. Al principio no entendí lo que decía. Aquello era como una mezcla entre un silbido suave y el sonido que hacen los niños pequeñitos al expulsar el aire y la saliva con los labios apretados. De modo que arrastré un tonel hasta la pila, me trepé sobre él y luego, deslizándome con mucho cuidado por uno de los bordes del tanque, me incliné lentamente hasta quedar muy cerca de su rostro. Poco a poco sus balbuceos ininteligibles adquirieron sentido. Y como el hombre repitió una y otra vez el mismo monólogo, frenéticamente a veces, desfallecido del todo otras tantas, finalmente pude tener una certeza vaga de sus palabras. Debo decir, haciendo un poco de justicia, que dadas las condiciones tan poco ventajosas en las que se encontraba, lo que dijo aquel hombre esa mañana me resultó perturbadoramente lúcido y totalmente inapropiado para las circunstancias. Esto fue lo que dijo:

“Luego ya no hubo tiempo para la memoria. No había tiempo para guardar los recuerdos. Teníamos que correr. Correr muy rápido. Teníamos que escondernos. Escondernos del cazador. Yo mismo cavé sus tumbas y eché sobre ellas las paletadas de tierra. Era apenas un muchacho, y tenía rabia, y odio, y dolor. Todo ello hizo que en mi juventud me rebelara contra el altísimo. Ahora, que soy un hombre viejo, entiendo, y perdono, y me perdono. No hay más rencor en mi corazón. Alabado sea el creador del universo. Sigo creyendo que los designios de Dios son inescrutables. Sigo creyendo en su sabiduría infinita. Por eso ya no hay más dolor en mi alma. Cuando se llega a viejo, y las piernas lo sostienen a uno firmemente sobre los caminos, y la vista aún permite desplazarse libremente sobre esta tierra de nuestro señor, vivir es ganancia.

Ya no trato de entender nada. Intento vivir, únicamente. Soy un hombre viejo, Rebeca. Estoy en paz, sólo espero la muerte.”

No supe que pensar. Parado todavía sobre el tonel, giré el rostro hacia el gordo y lo interrogué con la mirada. —¿Quién es Rebeca?—, pregunté. Pero el gordo se limitó solamente a encogerse de hombros. Entonces, haciéndole caso a una corazonada, de un brinco me coloqué en el suelo y le pedí al gordo que me acercara la ropa del moribundo. Revisé su cartera. Luego regresé hasta el depósito de agua e introduje mi mano dentro de esa suciedad hasta tocar su entre pierna. Y entonces vi.

—Gordo, este tipo es Judío—, le dije. —De dónde putas lo sacaste pendejo—.

—Fue una equivocación, fue una terrible equivocación, una terrible equivocación—, decía el gordo mientras caminaba hacia atrás, sudando a pesar de la hora y el clima frío, muy frío, retrocediendo en dirección de las escaleras. El Gordo sabía, es cierto, que yo no iba a liquidarlo por una equivocación como aquella, sabía que, a lo sumo, me atrevería a darle un puñetazo en el rostro, romperle la nariz, o dispararle en un muslo, pero si algo en esta vida temía el Gordo, era el dolor, por mínimo fuese. De manera que no me sorprendí realmente cuando el gordo subió las escaleras corriendo, jadeando como un cerdo, disparado a la velocidad que sus 140 kilos le permitían. No me sorprendió tampoco el sonido del motor, ni la visión de la camioneta arrancando, yéndose lejos, suficientemente lejos.

Además aquello no era la gran cosa. Durante todo el tiempo que el gordo había estado trabajando para mí había cometido peores estupideces. Pero yo le quería y le perdonaba casi todo. El gordo me hacía reír, y eso es algo de lo que pocas gentes en este mundo pueden jactarse. Debo agregar, además, que el gordo tenía un olfato de sabueso a toda prueba: podía identificar en un segundo, por el olor invisible diseminado en el aire, un buen restaurante en la carretera, un hombre armado, una valija repleta de dólares. Cualidades que, en mi caso, no puedo menos que apreciar.

Pero en ese momento yo tenía que resolver otro asunto. Y sucede que asuntos como ese siempre terminaban por joderme el día. Y es que fui un niño piadoso, la verdad. Así que siempre me conmuevo un poco cuando llega el último momento, pero sólo un poco. Nos habíamos equivocado, sí, pero ya no importaba. De cualquier modo el hombre estaba muriéndose; lo menos que podía hacer era terminarlo de una buena vez. Dios se encargaría de su alma, seguramente; yo de su cuerpo. Así que me coloqué nuevamente a su altura, extraje una pequeña navaja del bolsillo, y con movimientos cortos y precisos me dediqué a cortar la cuerda que lo sujetaba del pecho. Ésta cedió en poco tiempo y el hombre entró en el agua con todo su peso empapándome los zapatos. Era tanta la porquería que se hallaba disuelta en el líquido que el cuerpo salió a la superficie sin ninguna dificultad apenas se hubo sumergido. Entonces coloqué la palma abierta sobre su frente y le empujé hacia abajo. Un último intento por sobrevivir le hizo levantar sus manos blanquísimas, casi azules, y asirme de la muñeca débilmente. Empujé de nuevo con más fuerza y lentamente, muy lentamente, el hombre inició su descenso hasta el fondo de esa pila profunda. Y ya no salió. Fue casi como ver brevemente a una pequeña beluga internándose en la oscuridad impenetrable de los mares del ártico. Eso pensé.

La semana siguiente quedé con el gordo para desayunar en el Denys de la sexta y bellflower. Llegué yo primero, como siempre. Pedí huevos revueltos con tocino, frijoles, totopos, jugo de naranja y café. En la televisión anunciaban una tregua al conflicto de la franja de Gaza. Más tardé, sudando como un cochino, llegó el Gordo. Se detuvo a tres metros de distancia y me interrogó con los ojos. Yo dije que todo estaba olvidado. Que sin rencores o algo así. Que se acercara. Luego él mencionó algo del judío secuestrado a las afueras de una sinagoga de San Diego. Dijo que había leído sobre él en los periódicos y algo también sobre la historia del antisemitismo, entonces me repitió la anécdota con suma vaguedad e imprecisión. Al final soltó un suspiro en el que pude distinguir un final dejo de lástima o de arrepentimiento. Luego dijo, como quien no dice nada, que debía empezar un plan alimenticio, ponerse a dieta. Entonces le tome la cara con ambas manos y le obligué a mirar las escenas de los últimos bombardeos en el televisor.

—Mira esos tipos—. Le dije. —¿Los ves gordo, los ves?. El gordo se limitó a asentir en silencio. ―Esos tipos gordo―, continué están locos, completamente locos…, ellos crucificaron a Cristo, ¿ves...?—. Luego llamé a la mesera, y antes de que el Gordo pudiese oponer resistencia, ordené para él un par de huevos pasados por agua y una coca dietética.

2 comments:

mar adentro said...

pinches gordos...me caen rebien.

Besos de Ballena

Franco Félix said...

supongo que el gordo también pidió light. me gustó el texto. sería un buen cortometraje, ¿a quién pondrías del gordo verdugo?