Friday, May 4, 2007

¿Qué se siente matar?

―¿Que se siente matar, eh meño?, ¿qué se siente matar?―, soltó de pronto.

No hace falta ser demasiado inteligente, un genio digamos, para saber, así nada más, por mero sentido común, se tenga poco o mucho, que una pregunta de ese tipo puede tomar desprevenido a cualquiera. Está claro también que palabras como esas, así, fuertes de tan directas y lejanas quizá de tan poco probables, no se le pueden soltar a cualquiera. A menos que se trate, por ejemplo, de una película o una historia violentas. No es el caso.

Lo cierto es que el meño se quedó mucho rato en silencio, digiriendo su propia saliva, pensando, haciendo acaso, allá muy dentro de sí mismo, al otro meño, al que nadie veía o escuchaba, la misma pregunta.

Estaba oscureciendo. Algo, como cebolla muy fresca, o papas, no importa para el caso, aunque alguna cosa sería sin embargo, chirriaba en el aceite. El foco de la pequeña cocina, débil y grasiento, estaba encendido. Quieto, debajo de la mesa, el perro.

Ella de espaldas siempre, las manos al sartén, el pelo untado por el sudor a las sienes, espantándose los moscos, la jerga al hombro, insistió.

―¿No sabes meño, eh?―.

―Pérame― dijo él, y se quitó la camisa. ―¿Qué se siente matar, eh?― repitió el meño para sí, sus ojos descorriendo las pequeñas cortinas sobre el lavaplatos mugroso, sus ojos brincándose la ventana estrellada, atravesando el zacatal de patio, esquivando cacharros, saltando luego el irregular cerco de troncos, sus ojos yéndose lejos, muy lejos, por la federal quince, hacia otra noche, otro patio, otra casa, otra cocina, sus ojos a través de las escaleras alfombradas, haciendo ruido apenas, flotando casi, hasta llegar a esa habitación, abrir la puerta, y luego, sobre la cama, convulso, toparse con el cuerpo agonizante, la sangre tibia aún, fluyendo, rápidamente, desde el centro del pecho. Y el meño ahí, el otro que sus ojos veían o su memoria, retrocediendo, apuntando todavía, la mano temblorosa, el revólver.

―¿Tons?, ¿me vas a decir o no?―, chilló ella, y haciendo a un lado la pistola que el meño se encontraba puliendo, puso dos platos, con un guiso impreciso, sobre la mesa.

Empezaron a comer en silencio. Esa noche cualquiera, la luna altísima, las luces encendidas en los otros remolques, los coches pasando en la distancia, se escuchaba tan solo el sonido metálico de un pequeño abanico que no les daba abasto. El perro se le pegó a las pantorrillas y empezó a gemir muy despacito sacando la lengua.

Entonces, como si sobre el plato pudiera, de pronto, escogerse una respuesta de entre muchas posibles, al azar tal vez, u ordenar los pensamientos, revueltos de súbito, el meño separaba las papas, el arroz, los pedacitos de carne.

―¡chingado meño, no juegues con la comida!― dijo ella.

Y él, levantándose, caminando hasta el umbral de la puerta, o flotando otra vez, detenido un instante junto a la tela metálica, mirando hacia fuera, nada en particular, o posiblemente con los ojos cerrados, se limitó a dar un largo suspiro.

―Se siente miedo―, dijo por fin. Se siente muchísimo miedo. Y se salió hasta el patio, y encendió un cigarrillo, y ya no comió nada.

3 comments:

Anonymous said...

Se siente... Interesante... ;-)

Ó. Bernardo Duarte B.

Carlos Mal said...

Se adivina Raymond Carver en la forma en que no pasa "nada". Me gusta, compadre.

Pío Daniel said...

ah chingados!!! yo aun digo diles que no me maten, pero que buena sensación trasmite su cuento que habla no de cualquier cosa sino de pone en sus personajes tal sentido de la experiencia de matar...saludos a su corazón all stars long beach dude