Thursday, May 10, 2007

Primero A, y luego B, y luego C finalmente

Como estaba visto que no podía matarlo mientras el hombre le mirara a los ojos R tuvo que pedirle que se pusiera contra la pared. ―Por favor, señor, dese la vuelta― le dijo. Y aquellas palabras, amables sí, para las circunstancias del caso se escucharon extrañas. ―Ande, por favor―, le ordenó ―voltéese para allá.

Pero el hombre no podía moverse. Tenía los tobillos amarrados y temblaba. Entonces, como R sintiera que el hombrecillo trataba con urgencia de decirle alguna cosa, le quitó el trapo sucio que le había metido en la boca y espero en silencio unos segundos a que pudiera articular alguna frase. Sólo se oía una respiración entrecortada y potente.

― ¿Va a decirme algo, o no?―, preguntó R.

El hombre tartamudeó un par de veces. Luego paseó la mirada por las paredes de la habitación a oscuras como buscando una palabra perdida que brillara de súbito, anunciándose. Levantó la cabeza, abrió la boca, gimió, se quedó unos segundos mirando el cielo raso y, al fin, conteniendo las lágrimas, mientras miraba a R directamente a los ojos, ―¿por qué va a matarme?―, cuestionó.

R no quiso contestar. O no pudo. Había una razón, eso era cierto, pero R no la conocía, y no quería conocerla. R simplemente estaba ahí, como le habían ordenado, después de seis horas al volante. La escopeta estaba cargada, el hombre atado, R dispuesto. Eso significaba, seguro, que existían las razones, aunque no se entendieran. Aquello se trataba de un encargo. Y cuando le hacían este tipo de encargos R pensaba que era mejor no saber nada. La cuestión era llegar, hacer lo suyo, y listo. Por eso R no contestaba nada. Por eso, mientras el hombre se empequeñecía en el rincón, R se limitó a sentarse sobre la vieja lavadora, a unos pasos apenas, encendió un cigarrillo y le dio unas larguísimas chupadas mientras balanceaba las piernas lentamente y se miraba la punta de las botas.

―Mire―, tartamudeó el condenado ―puedo pagarle mucho dinero, muchísimo dinero. Usted se va, limpiamente… tome mi coche, y yo, yo sólo me desaparezco y todos felices. ¿Cuánto le pagaron?―, preguntó ―dígame cuánto le pagaron, y yo triplico esa cantidad, en efectivo, ahorita mismo, de veras, pero no me mate, por favor, no me mate―.

R terminó su cigarrillo y se frotó los ojos. Aunque evidentemente el asunto siempre se trataba de dinero la cosa no era tan sencilla. Había que seguir un protocolo. Se trataba de hacer las cosas como se habían planeado. Cuestión de hábito. Primero a, y luego b, y c finalmente, en línea recta. Así todo salía bien. Modificar el rumbo ahora, aunque sólo fuese un poco, podía ocasionar que todo se fuera al carajo. Y pensar que las cosas se podrían ir al carajo por un solo titubeo no era muy alentador que digamos. Así que R, que era a todas luces un hombre metódico y prevenido, dijo que no secamente, y luego caminó hasta donde se hallaba recargada la escopeta.

―¡Tengo una familia!― gritó entonces el hombre que ahora trataba de arrodillarse, ―¡póngase en mi lugar por favor, no me mate, se lo suplico, por su madre!―.

Pero el caso es que después de tantos años haciendo este trabajo R ya estaba inmunizado contra casi todos los clichés de la muerte. No hace falta decir la cantidad de ocasiones en que R se había enfrentado a este tipo de súplicas. Pasaba que, incluso, ya lo aburría un poco esta última parte. Así que en un solo movimiento tomó el arma y cortó cartucho, luego pegó un bostezo grande, y se acercó despacio hasta el hombrecillo que ahora no paraba de llorar. Otra vez, amablemente, le ordenó que se diera la vuelta.

―¡Por favor, por favor, no me mate, no me mate!―, intentó el hombre una vez más. R vio como un llanto grueso y profuso le bañaba el rostro, primero, y luego bajaba por el cuello hasta humedecerle la camisa. La escena, aunque no logró conmoverlo, le hizo recordar súbitamente a una mujer que había querido mucho. R estaba cansado y tenía hambre. Entonces aspiró lentamente y, muy pausado, como solía hablar en tales ocasiones, le dijo:

―¿Ha pasado usted últimamente por los campos de trigo que se encuentran antes del entronque, a unos veinte kilómetros de aquí, junto a los grandes silos de la compañía harinera?―.

El hombre, completamente confundido, movió la cabeza afirmativamente una y otra vez.

―Bueno―, continuó R ― esta tarde venía hacia su casa manejando por la paraestatal. Por un asunto de estricta casualidad me tocó contemplar el atardecer en ese punto. No sé si ya le habrá tocado a usted, pero en el momento justo en que el sol empieza a descender, cuando la parte inferior de la gran bola se encuentra rozando el horizonte, los campos de trigo parecen una sábana dorada que se ondula con el viento. Simplemente tuve que estacionar a la orilla de la carretera y ver―.

El hombre, aunque no entendía de qué se trataba todo aquello, trató de recordar la imagen precisa de los trigales que R estaba refiriéndole, pero no pudo. Luego se sorprendió pensando que, aunque R era el primer matón que conocía, éste no se expresaba como él hubiese esperado de un asesino a sueldo. Lo imaginaba más rudo, sucio y feo. Algo así como el tipo mal encarado del american western. Luego ya no pudo pensar en casi nada porque un miedo profundo lo asaltó de súbito.

―¿Es por la tierra?―, dijo entonces. ―La dejo. Mire. Me voy de aquí. Le dejo a usted todo, todo lo que tengo. Quédese con los campos…, es más ya son suyos…, pero no me mate. No me mate por dios, por dios. No me mate.

Pero R, que era en verdad un hombre muy paciente y deseaba terminar la historia comenzada, prosiguió.

Usted no me entiende todavía. Mire, no es algo personal. Permítame explicarle. Le dije que tuve que pararme y mirar. El sol solo tardó unos cinco o seis minutos en ocultarse del todo. Inmediatamente el cielo se puso de un morado intenso y aparecieron las primeras estrellas. Muy cerca del lugar donde aparqué había un muchacho que cuidaba unas vacas. Yo estaba sentado sobre la caja de la camioneta cuando escuché unos silbidos. ―¿Anda perdido?―, me gritó. Y no sé por qué, pero en ese momento, me pregunté si lo mejor no era dar la vuelta simplemente y olvidar todo este asunto. Regresar nomás. Entonces subí a la camioneta y puse una cinta. En pocos segundos, aunque nunca ha sido mi costumbre dejar un encargo inconcluso, la intención de dejarlo a usted por la paz se hizo más y más fuerte. Como podrá ver ya no soy un jovencito. Uno se cansa del trabajo, no crea. En fin, como siempre termino por obedecer mis corazonadas, me dije convencido que en el próximo entronque viraría a la derecha y no a la izquierda, como me habían indicado, y a la menor oportunidad tomaría nuevamente la paraestatal, pero en sentido contrario. Y así lo hice… Pero, ¿sabe?, ocurrió que el hombre que me pagó para que lo liquidara cometió una equivocación inexplicable cuando me entregó las instrucciones. Yo debía de girar, precisamente, a la derecha. Como ve, este camino conduce directamente hasta su casa. De modo que pensé: ni hablar, ya estoy aquí. Es seguro que a este hombre le tocaba morirse. Bien mirado, esto puede tomarse nada más de dos formas: como un asunto del azar, o como una señal del destino. ¿Cuál le gusta?

Y como era evidente que al hombre no le gustaba ninguna de las alternativas que R proponía, no tuvo otra opción que retomar el llanto con más fuerza. Afuera, sin embargo, hacía buen tiempo. De vez en vez, R podía escuchar el sonido de los búhos proveniente de las altas copas de los pinos. La luna, que hasta ese momento había estado oculta tras las montañas del este, ascendía poco a poco como una tímida viruta de plata en medio de la noche. Pero eso era algo que ellos, dadas las circunstancias, no podían saber; acaso sólo el perro que dormitaba en el porche.

―Entonces―, retomó el condenado tratando de controlar el ahogo y haciendo un ultimo intento por conmover a R ―si sus intenciones eran regresarse, si esas eran en verdad sus intenciones…, tome todo el dinero que tengo, tómelo todo, y regrésese, regrésese por favor…, ya le dije que yo me desaparezco, me voy lejos, a otro estado…, cruzo la frontera si eso es preciso, pero por favor, por mis hijos, por mis hijos…, se lo suplico, no me mate, no me mate.

Para este momento R comenzaba a fastidiarse. Según R veía la cosa era muy simple. Se trataba de A o B. Se trataba únicamente de virar a la izquierda o virar a la derecha. Lo que resultase después no tenía nada que ver con sus intenciones. R, a decir verdad, no tenía intenciones. R tenía un trabajo y era un hombre cumplido, solamente. Por otra parte, R sabía que llegado el momento no había ningún sentido en dar marcha atrás así como así. De modo que se paró frente a nuestro hombre, que para ese momento era ya más un despojo que otra cosa, y lo ayudó a levantarse. El hombre trató de abrasarse a las piernas de R pero éste lo detuvo. ―Párese―, le dijo, casi ausente, con una voz serena y sin apasionamientos. ―No quiero matarlo aquí en el suelo como a un animal. Va a ser muy rápido, despreocúpese, apenas si sentirá el disparo. La muerte no duele.

En el último momento, ya con el hombre mirando a la pared, temblando, haciéndose pequeño, muy pequeño, R consideró unos segundos dónde debería dar el disparo. Tanto si la bala entraba por la espalda, a la altura del corazón, como si lo hacía por la nuca, la muerte sobrevendría muy rápido. Pero R, que finalmente era un hombre sensible y puede decirse que, en ciertas circunstancias, hasta impresionable, pensó en la repulsión o el espanto que podría causar en el ataúd abierto el rostro desfigurado de aquel hombre. Así que tomó la escopeta firmemente, con ambas manos, y colocó la boca del cañón justo en medio de los dos omóplatos.

El hombre, que al parecer había terminado por aceptar una muerte inminente pues ya no lloraba, hizo una última súplica ―ya que va a matarme―, dijo ―permítame al menos rezar un padre nuestro―. Y R, que no era muy devoto en realidad, pero que seguro, cuando niño, lo había sido, dijo que sí. R dijo que sí, también, porque súbitamente, como en otras tantas escenas parecidas a ésta, recordaba la frase que a manera de muletilla, cuando R era un niño, le escuchaba a su madre. ―Que dios nos encuentre confesados―, ella decía.

Así que, durante un tiempo impreciso, mientras el hombrecillo rezaba confundiendo súplicas y letanías, R se mantuvo en silencio. R separó un poco las piernas y apoyó la boca de la escopeta sobre la espalda de aquel hombre que se replegó a la pared. Luego se pasó la punta de la lengua, lentamente, por una caries que empezaba a dolerle e hizo un gesto.

Entonces el hombre terminó de rezar. Y dijo amén.

1 comment:

mar adentro said...

Pinche R. Ojalá que no encuentre un dentista en 100,000 km. a la redonda. Como bien lo dijo, la muerte no duele, pero, ¿qué tal las caries?...ojalá el único dentista disponible sea el de aquel cuento de García Márquez al que no le daba la gana usar anestecia.

La muerte no duele (es realmente bello)...

Me gustó mucho, tanto que tengo esta especie de sentimientos encontrados por R. No lo dejes ir, me gustaría saber más sobre él.