Monday, July 9, 2007

La Justa Dimension

“La mía es más bien una familia triste. Y me gusta. Una familia que, por alguna causa que no alcanzo a comprender completamente, se inclina un poco hacia la fatalidad, hacia la muerte. Digamos que desde que tengo uso de razón, nos seduce un poco hacerle el guiño a la desgracia. Es algo así como el reposado ánimo de esperar que las cosas vayan jodiéndose de a poco sin ningún sobresalto. Es casi como esperar sin oponer resistencia, en silencio, serenamente, con cierta tranquilidad de espíritu, que lo terrible ocurra, o que no ocurra. Se trata de estar prevenido sin apasionamientos, ya sabes. La mía no es como esas familias felices, que las hay, claro que sí (yo conozco algunas), en las que los triunfos, los logros, esos vuelcos impredecibles e ilusorios de la suerte se celebran como fortuitas inauguraciones de mejores períodos, de buenas rachas. No señor. Porque pensamos que todo puede dar un giro imprevisto, y entonces sí, a llorar como huérfanos. Y como por otra parte nunca le hemos rendido culto al futuro, cada bienaventuranza, cada sorpresa, cada dádiva, es más bien recibida con duro y socarrón escepticismo. Sí, eso justamente, un duro escepticismo que después se reblandece, por decir, y que, aunque no deja lugar alguno para la celebración, termina disolviéndose y uno se acostumbra a esa placidez de las cosas, a esa contundencia de los eventos, así sean buenos o malos. Siempre he creído que es mejor no esperar nada de la vida ¿ves?, porque así puede uno mantener la cordura, y eso es lo verdaderamente importante, ¿no?, mantener la cordura. Supongo que esto es algo como muy Zen, aunque la verdad apenas si conozco sobre doctrinas orientales.”

Todo esto le dije, y acaso algunas otras cosas similares que ya no puedo recordar.

Era un 17 de marzo de 1995 y a Jaime lo acababa de dejar su mujer. Bueno, en realidad hacía mucho tiempo que lo estaba dejando, de a poquito, como si su presencia hubiese empezado a desvanecerse lentamente a través de los días. Como si hubiese, desde el día en que las cosas se jodieron (porque siempre hay un día, aunque uno ni se de por enterado), empezado a perder sustancia, a hacerse lívida, transparente. Así que esa tarde que Jaime me llamó a la oficina, borrachísimo, para decirme que Carmen se había ido finalmente de la casa, fue como sentir un deja vú. Luego nos quedamos en silencio, que es lo mejor que uno puede hacer en tales casos, y enseguida me pidió que lo acompañara a beber. Estaba llorando.

Y como a mí me gusta beber (tengo que reconocerlo), y ese día estaba completamente harto de mi trabajo, y soy además, lo que se dice, un buen amigo, pues dejé mis pendientes a medias y me dirigí hacia su casa.

Jaime tenía la cara de un muerto. Es decir, de un muerto más o menos decente, no vayan a creer. Ojeroso sí, y los parpados hinchados de llorar, y la nariz enrojecida y todo eso, pero todavía con el traje puesto y la corbata anudada. Y ya se sabe que el hábito no hace al monje, pero digo, no es lo mismo hacer el berrinchito en harapos que enfundado en un conjunto de Hermenegildo Zegna de casi 25 mil pesos.

No nos dijimos nada cuando la puerta se abrió. Jaime se limpió las narices sin apenas mirarme, me dio la espalda inmediatamente, y uno atrás del otro empezamos a avanzar por la casona. Pasamos por el recibidor, la salita de estar, luego por un largo pasillo, un jardín interior con una fuente de ranas de cantera, y luego, tras subir unas angostas escalinatas, nos instalamos en la sala principal que daba al parque. ―Sírvete lo que quieras―, me dijo. Y yo me serví.

Luego encendimos un par de cigarrillos y tras unos minutos él empezó a contarme, mientras la barbilla le temblaba y el labio inferior se dibujaba como una u invertida, aquella historia gris y aburridísima de la que ya conocía hasta los más íntimos detalles. Pero de todos modos lo escuché con silenciosa reserva y aun fingí un poco de asombro y puede que hasta pesadumbre. La historia, de lo más simple, era más o menos así:

Jaime había conocido a Carmen en la universidad. Él acababa de ingresar a la escuela de contaduría pública y ella se encontraba en un curso propedéutico en la facultad de arquitectura y artes. Tenían un amigo en común, como le ocurre a todo mundo, que un día cualquiera, en una fiesta, los presentó. Esa fue la primera vez que Jaime probó la mariguana. Y fue Carmen precisamente, aunque suene a cliché, quien se la proporcionó. Así que pasaron esa noche en un coloquio más o menos cerrado y se gustaron y empezaron a salir algunos días después. Carmen era de ese tipo de mujeres vigorosas que se ríen abiertamente enseñando los dientes y que dan la extraña impresión de siempre encontrarse ocupadas, como si anduvieran en miles de cosas simultáneamente, aunque nunca demuestren el menor indicio de estrés o abatimiento. Jaime, por su parte, siempre me pareció de naturaleza flemática. Una naturaleza que, por otro lado, trataba de ocultar constantemente, intentando esto y aquello, como si se avergonzara ante los otros de su propia modorra. Cosa que a mí, en general, me parece de lo más ordinario.

De modo que Carmen se convirtió en una especie de imán particular. Algo como una fuente de inagotable vitalidad para Jaime. Después hasta daba un poco de gracia verlos juntos en los talleres libres de la universidad. Ella grande y luminosa abriéndose paso entre la gente de la facultad y él como un perrillo faldero que la seguía a todas partes meneando la cola. Él, que nunca había hecho absolutamente nada, hablando de pronto de la inefable experiencia de interpretar a Chéjov y ella asintiendo. Daba un poco de gracia, y luego de tristeza, y ya después no daba nada, ver como Jaime, a las primeras de cambio, abandonaba los cursos y luego se interesaba en otros tantos. Del teatro a la acuarela, luego a la viola, luego al violín, a la comida china, a la serigrafía. Ahora que lo pienso, era como si Jaime se propusiera de súbito el absurdo propósito de horadar un bloque de granito utilizando un alfiler. Y luego, cuando a pesar de todo llevaba ya la mitad del camino recorrido, cuando ya había dibujado sobre la piedra una línea de considerables dimensiones que todos aplaudíamos, a causa de su tesón, no de la piedra, se detenía en seco, confundido, y arrojaba lejos de sí, como si entonces careciera de sentido, el trabajo empezado. Y todo ese recomenzar, una y otra vez, aunque no se daba cuenta, le cansaba infinitamente. Y fue así también, sin darse cuenta, que Carmen resultó embarazada y tuvieron que casarse. Entonces sí que las cosas cambiaron verdaderamente. El padre de Jaime, que de alguna manera estaba relacionado con no sé que empresarios, le consiguió un empleo muy bien remunerado. Y Jaime empezó a trabajar por las mañanas y a estudiar por las tardes. Y tuvieron un hijo. Y le pusieron Martín. Y Jaime logró posicionarse poco a poco en los altos escaños del consorcio. Y se compró una casa (una casa muy linda hay que decir). Y trabajó mucho y amasó una fortuna que no ha dejado de crecer. Y luego la pareja flotó y flotó en un mar de agua calma, y a veces turbulenta. Y se acabó el amor, por esto y por aquello y aquello otro, o fue el amor de ella solamente, ya no sé. Y luego el barco, su diminuto barco, un día como todos, empezó a hundirse, lenta e irremisiblemente. Y eso es todo, creo.

En cuanto a mí, pues, yo era de los tipos que nunca hacían nada en realidad. Pero estaba conforme. De modo que cuando Jaime me reñía, y argumentaba no entender el porqué de mi total indolencia ante la vida, simplemente me cruzaba de brazos y decía, con absoluto dominio de mis propias emociones, que nada tenía sentido, que no había razón alguna, que ya veríamos. Y eso era cierto. Yo prefería no emocionarme. Pero estaba bien. Digo, uno podía elegir conmoverse hasta las lágrimas, una noche cualquiera, perdido en el anonimato de un teatro lleno, escuchando no sé, un concierto de Cecilia Bartoli por ejemplo. Y no había nada en ello, ciertamente, que pudiera censurarse. Pero tampoco lo había, y de ello estoy seguro, en decidir quedarse en casa y freír unas chuletas y ver el noticiero con una taza de café mientras los tickets del evento (que algún amigo como Jaime había comprado) se quedaban olvidados en alguno de los cajones de la mesita de noche.

A mi me gusta estar en casa y comer chuletas, esa es la verdad. Y supongo que a Jaime le gustaba también, aunque no lo dijera. Y digo que le gustaba porque en muchas ocasiones, en las que llegaba a casa poseído por mortal abatimiento, se quedaba conmigo unas horas y compartíamos la mesa. Luego bebíamos café y fumábamos frente al televisor hasta que las barras de colores anunciaban el fin de la programación.

Yo soy de esos tipos que piensan que nunca nada va a ocurrir. Es decir, nada bueno. Supongo que, aunque suene incomprensible, lo único bueno que nos pasa en la vida es que nos saquen del vientre. Lo demás es una cadena constante de equívocos y sufrimientos. Y eso lo creo de una forma tan acabada que muy difícilmente pierdo los estribos ante cualquier eventualidad. Pasa que ya las veo venir. Las tres o cuatro veces que me han despedido en el curso de los últimos diez años, por mencionar algún ejemplo, siempre estuve preparado para ello. No objeté nada, sólo tomé mis cosas, pasé por mi liquidación, y me marché. Me comporté del mismo modo cuando murió mi gemelo. Cuando descubrí que mi última pareja me engañaba. Cuando no pude entrar a la maestría. Cuando no califiqué para ser notario público. Cuando perdí los incisivos en el choque, en Colima, aunque después me los pusieron otra vez. Cuando me dijo el doctor que yo era, es decir que soy, pre diabético. No pasó nada, incluso, cuando por esa cosa suya de estar y no estar al mismo tiempo, creí que Jaime era homosexual y dije que me gustaba. Él sí se puso loco. Yo me tomé muy normal su negativa y al otro día estaba hablando con él en la universidad como si nada pasara. Pero no es que sea yo un insensible. Claro que no. A veces me río, sí. Y a veces también me da lástima la gente. Pero no toda.

El caso es que Carmen se había ido llevándose al niño. Y Jaime estaba destrozado. Y yo estaba bebiendo brandy con soda en un vasito de vidrio soplado de color azul. El caso es que Jaime, luego que terminé de referir la historia sobre la clarísima propensión de mi familia a la tragedia, se quedó callado un ratito, y luego, muy enojado, como si todo el asunto de esa borrachera se tratara de mí y no de él, me dijo que yo era el tipo más pusilánime, gris y cobarde que había conocido en toda su vida. Cuando dijo “toda su vida”, alargó las palabras de un modo que en ese momento me hizo gracia. Dijo después que yo estaba muerto en vida y cosas por el estilo, lugares comunes. Yo sólo seguía bebiendo pequeños sorbitos en silencio. Yo seguía mirando, alternativamente, desde el sofá, el interior de su sala, muy diferente de la mía y de mi pequeño sueldito, y las ventanas que daban al parque, y luego el parque o lo que alcanzaba a ver de los árboles del parque, y luego el vaso de vidrio soplado, y luego el techo, y luego a Jaime.

En uno de esos momentos, cuando parecía que Jaime iba a soltarse llorando nuevamente, me dijo, muy conmovido, que sí pasaba, que el asunto de la vida, el verdadero asunto, era que sí pasaban cosas, y que a veces sólo ocurrían una vez, y eso era lo triste, lo terrible. Y luego dijo que, sobre todo (y esto lo tengo muy presente), había que aprender a ver la vida en su justa dimensión, y que por eso lloraba, porque el la veía, completamente, y nada podía hacer ante ese conocimiento, salvo llorar desamparadamente. Y entonces ya no dijo nada y se puso a berrear como un niño recién destetado, echando fuera de sí flemas y mocos, temblando sobre la alfombra.

Entonces me levanté del sillón, despacito, y volví a girar la tapa de la botella, y me preparé otra cuba. Luego caminé hasta los amplios ventanales, corrí un poco la cortina, y mientras miraba los niños en el parque, y las sirvientas que paseaban a los perros, y un pichón solitario sobre el cableado eléctrico de la calle, me pregunté, aunque fue sólo un segundo porque estaba también ya muy borracho, qué cosa era aquello de la justa dimensión. Después volví a sentarme, y estuve así, oyendo a Jaime, y aquella historia de amor convencional, y gris, y pobre, como todas supongo, hasta que me quedé dormido.

5 comments:

Unknown said...

directamente del diccionario bubasónico...
"aracloso: hacer aracle
aracle: hacer berrinche"

info de encuentro de Durango
www.tolelerolero.blogspot.com (programa)
cáigale para hacer la fiesta

Pío Daniel said...

omar tu imaginación siempre te dicta una narración que a este pio le pio asombra con frecuencia, aparte eres de esos pescadores que saben sacar de esta realidad la poetica de lo patético pa cocinarla como un pez al mojo de ajo, igual no me haga caso escribo en son de surreal o de absurdo y pues soy mal poeta a lo troche y moche, je, je pero salud mi omar lo que le quiero decir que que chingo se siente su gusto por la palabra...

Alfonso López Corral said...

Estaba esperando la continuación de El perro de oro. No hay segundo capitulo?

overcast said...

leer tus narraciones es como visitar lugares que de tan comunes son extraños, visitarlos pero con un excelente guía, uno que arde.

Pío Daniel said...

Yo agradeciendole su precensia y como el ocupaciones secretas nuevos caminos surjen y tu palabra compartida es guia en estos tan triviales, ordinarios espacios y tiempos que día a día estudia Omar es ahora un tiempo donde nos leemos más que andar de bohemios juntos, es un día de estos en que en la bohemia de cada cual en donde andamos nos embriaga y traemos en los vientos de esos vientos pa decir okey y soñar, claro que escribimos a lo joséalfredescojimenezco, pero para no sentirnos solos y abrazarnos con la convencional palabra que somos nosotros la que la dotamos de sentido plural pake alcance para todos ...Omar gracias